Recordemos que por efecto de un doble flechazo de Cupido, Apolo cayó presa de amor por Dafne, mientras que ella se volvió invulnerable a toda manifestación amorosa.
Apolo vio los ojos de Dafne brillantes como estrellas. Deseó la pequeña boca.
Admiró sus dedos, sus manos, sus brazos que estaban casi desnudos. Imaginó aquello que permanecía oculto.
Pero ella huyó con la velocidad del viento, mientras él decía:
“Ninfa de Peneo, detente, te lo ruego. No soy tu enemigo. El Amor me impulsa a perseguirte.
¡Ah!, temo que tropieces y que las zarzas te rasguñen. No corras tan de prisa que yo también disminuiré mi paso.
No conoces la hondura de mi amor ni sabes quién soy. Zeus es mi padre. Lo que será, lo que es ahora, lo que ha sido, por mí será revelado.
Es por mí que las canciones suenan en las liras. Mis flechas son las más certeras.
Mas ahora soy víctima de una flecha que ha entrado en mi corazón y me ha quitado la paz.
Inventé la medicina y por eso me llaman Sanador. No obstante, las hierbas no pueden curar el amor, y las artes, que a todos benefician, no poseen utilidad”.
Aquello dijo mientras la ninfa se daba a la fuga, asustada. El viento desnudó parte de su cuerpo.
Sus ropas revoloteaban y la cabellera se extendía hacia atrás por la brisa. Su belleza aumentó y él la persiguió como un sabueso que rastreaba a una liebre.
A él lo impulsaba el amor; a ella, el miedo.
El dios se aproximó tanto, compelido por el viento que causaban las alas de Cupido, que ella sintió, a sus espaldas, el aliento divino.
Entonces, Dafne empezó a sentirse derrotada. Cuando vio el agua del Peneo, gritó:
“Ayúdame, padre. Si tus corrientes poseen poder divino, destruye mi belleza, transformándome”.
Apenas completó su plegaria, cuando un pesado entumecimiento la invadió. Una dura corteza rodeó su pecho.
Sus cabellos se volvieron ondulantes hojas; sus brazos, ramas. Y sus pies, antes tan veloces, se enterraron en la tierra como raíces.
Al final su rostro se perdió entre aquel follaje. Solo quedó el brillo de su gran belleza.
Apolo, lleno de amor todavía, colocó las manos sobre el tronco, sintiendo el palpitar de un corazón a través de la rugosa superficie.
Abrazó las ramas y besó la corteza.
Sin embargo, la madera se estremeció con sus besos. El dios dijo:
“Ya que no puedes ser mi esposa, serás mi árbol. Mi cabello estará rodeado por ti, Laurel, y coronarás mi carcaj y mi lira.
Estarás conmigo cuando los generales celebren sus triunfos, y como un cabello siempre joven, serás siempre hermosa, con hojas que no mueren”.
Y el Laurel inclinó sus nuevas ramas y así condescendió a la petición con la corona de sus hojas.
*Traducción y selección personal de “Metamorphoses”: Ovidio (Hackett; trad. Stanley Lombardo).
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