De los relatos reunidos en “La miel derramada” de José Agustín me llama la atención, precisamente, la proximidad de los cuerpos.
Y es que José Agustín nos narra una serie de encuentros íntimos fortuitos y a veces coordinados, y es explícito, preciso y desbordante.
Pero la aparente facilidad con que los cuerpos se encuentran aparece en esta obra desde el filtro de la melancolía y la nostalgia.
En el presente los cuerpos ya no se encuentran de la misma manera.
Si ya en los noventas cuando se publicó el libro esta añoranza por “lo que fue” es manifiesta, ahora imaginemos este deseo en los tiempos en que atravesamos la pandemia y hemos tenido que marcar límites entre nosotros y los otros, así como con los objetos que otros tocan y han tocado y con los ambientes en que otros han dejado rastro de su presencia.
En el relato “El lado escuro de la Luna”, un personaje asiste como invitado a una fiestas-a-oscuras. Tal tipo de fiesta es como las ordinarias, pero se desarrolla en completa oscuridad.
Los invitados, entonces, sumergidos en el alto volumen de una música (que, en el momento en que entran los personajes en la fiesta, corresponde a “El lado oscuro de la Luna” de Pink Floyd), caminan en plena oscuridad, y ocasionalmente se iluminan lamparitas (por allí y por allá) que descubren bebidas, comida, drogas y a algunos de los asistentes conociéndose de forma muy personal.
Dice el narrador: “Dentro no se veía nada. Nada. Arturo me tomó del brazo con autoridad y me condujo, pero aun así no dejé de tropezar, pisar, empujar a gente que bailaba, caminaba, platicaba, o jadeaba en la oscuridad.”
Al leer el párrafo anterior, no pude no pensar en instantes de mi vida en que caminé por los pasillos de un mercado, o la estación de un metro, o entré en uno de sus trenes, y tuve que avanzar con lentitud, abriéndome paso entre la corriente de cuerpos, como si nadara en una sustancia espesa y mi cuerpo estuviera hecho también de esa sustancia.
Esa experiencia me parece muy lejana el día de hoy.
En los primeros meses de este año, me empecé a dar cuenta de que al ver personas interactuar y tocarse, ya fuera en programas de televisión o películas filmadas hace tiempo, imaginaba las posibilidades de un contagio y dentro de mí se prendía una alarma.
Sentí que habíamos dejado atrás la inocencia y, como los personajes de “La miel derramada”, veíamos y recordábamos el pasado con extrañeza y con un cierto anhelo por lo que habíamos perdido o no vivido, y ahora queríamos recobrarlo.
Con la aparición de las vacunas resurge la esperanza de restablecer ese contacto humano, y quizá no a oscuras (bueno, el que quiera, que lo haga), y me pregunto, ¿cómo será ese reencuentro? ¿Será más intenso o mantendremos la distancia? ¿Reestableceremos la confianza y creeremos que, en efecto, no representamos una amenaza el uno para el otro?
“La miel derramada” es un recuento apasionante de la época del rock, las drogas y el desfiguro erótico.
Me pregunto si hay épocas que regresan tras largos periodos de distancia.