Me parece imposible ver las tres partes de El Padrino, escritas por Mario Puzo y Francis Ford Coppola, y dirigidas por este último, y no desbordarme de un sentido de admiración profundo.
Primero, por la aparente simplicidad narrativa que impera en los tres filmes de casi tres horas cada uno.
El ritmo es lento y parece que no le sobra ninguna pieza a la estructura; “el narrador” va construyendo una realidad precisa, enlazando episodios cuyo flujo corre hacia adelante.
Los diálogos son largos sin que decaiga la tensión dramática. Los silencios son de una enigmática introspección psicológica. La iluminación pone en escena las emociones de los personajes y nos guía dentro de la necesidad narrativa.
La música —tanto de la banda sonora externa como la del mundo de los personajes— es también de una fuerza cinematográfica extraordinaria. Y no se diga de la exuberancia y del realismo alcanzados en la ambientación del espacio y del tiempo; una calmada maestría está presente tanto en el pasado como en el hoy, tanto en los Estados Unidos como en Italia.
Esta saga es sin dudas un sueño sin que su hechura se apoye en las dimensiones de lo onírico.
En segundo lugar, los filmes de El Padrino me suscitan admiración por el tratamiento estético y moral de la relación entre cultura y violencia.
Los personajes, además de ser memorables por su apariencia, manierismos y destino, se debaten dentro de un código de conducta que reacciona y produce la violencia y que, al mismo tiempo, busca un orden permanente que, sin dejar de ser paradójico, niega la violencia para convertirse en silencio y en cultivada forma.
El Padrino es un líder que asciende destronando a otro por la aparente necesidad de evitar un mundo entrópico, y por medio de su crimen inicia un nuevo ciclo que intenta empujar el mundo en caos a un nuevo ciclo de orden.
Pero ese orden, que puede llegar a desenvolverse hasta una cima y una aparente perfección, está constantemente amenazado por la inercia de su naturaleza criminal y, más que nada, por la finitud biológica y psíquica del líder que lo encarna.
Propongo en las siguientes entregas reflexionar sobre estos planteamientos que dramatiza la épica siciliana en el Nuevo Mundo, y mirar desde allí nuestro presente.