Prácticamente toda la literatura sobre la influencia de los debates en las preferencias electorales arroja una conclusión: no mueven casi nada
Es innegable que los debates en las elecciones son fechas asumidas como relevantes en el calendario político. Suelen ser vistos como un antes y un después en la campaña. Recordamos en 2018, el Riki Riquín Canallín de López Obrador o su histrionismo escondiendo su cartera cuando se acercaba Ricardo Anaya. Asumimos que aquellas frases o puntadas fueron relevantes para el devenir de la campaña. Previo al debate presidencial del domingo, hay una expectativa similar. ¿Veremos algún ataque fulminante de Xóchitl Gálvez que le saque del estancamiento en las encuestas? ¿Se tropezará Claudia Sheinbaum y perderá puntos? ¿Demostrará Jorge Álvarez Máynez que es un buen debatiente y saldrá de la irrelevancia?
De acuerdo con la encuestadora Poligrama, tres de cada cuatro mexicanos tienen la intención de ver el debate el próximo domingo. Sabemos que hay algo de mentira en esas respuestas, porque nunca se alcanzan esos niveles de rating, pero sí hay expectativa por ver a los tres candidatos juntos después de más de un mes de campaña. La pregunta es: ¿los debates mueven algo? ¿realmente son un antes y un después en un proceso electoral? Examinemos.
Hace unos años, en 2019, el académico de Harvard Vicent Pons y la estudiante de posgrado de Berkeley, Caroline Le Pennec, analizaron la influencia de 56 debates presidenciales en 31 elecciones. Seleccionaron Estados Unidos, Alemania, Reino Unido y Canadá. Países con larga tradición en estos cara a cara. El ejercicio incluyó 94 mil entrevistas previas y después de la votación. El resultado es fascinante y cito: los debates no ayudaron ni a convencer a los indecisos ni tampoco a cambiar la posición de aquellos que ya habían tomado la decisión.
Un estudio similar realizaron investigadores de la Universidad de Columbia que analizaron los debates presidenciales en Estados Unidos desde 1952 (primer debate televisado). Otra conclusión: la abrumadora mayoría de los entrevistados dijeron que el candidato ganador del debate coincidía con su opción política predilecta antes del intercambio de argumentos. Es decir, vemos el debate con ojos y oídos totalmente predispuestos a ratificar lo que ya pensamos. Javier Sierra, politólogo de la Universidad de Murcia en España, lo enmarca así: “en condiciones ordinarias en un debate en que no haya elementos de manifiesta torpeza o errores de uno de los participantes, no existirán “perdedores”, sino que ambos serán “ganadores” para su respectivo público”.
Esta inamovilidad de los debates tiene también una explicación en las audiencias. Tanto en México como en todas las democracias electorales, el público que ve los debates es el más politizado y, por ende, quien tiene el voto más decidido con antelación. Y es que hay una paradoja: entre más “informados” estamos, más inamovible es nuestra postura. En un mundo que se mueve entre mares de información, las distintas trincheras políticas eligen su parroquia informativa. Yo le creo a Loret. Yo le creo a Álvaro Delgado. Yo le creo a Milenio, Reforma o, Sin Embargo. En muchas ocasiones, el medio o el comunicador es la militancia. Por lo tanto, la información recibida es como un martillo que sigue clavando las ideas preconcebidas.
Frente a esta realidad, los debates que mueve las tendencias electorales son más la excepción que la generalidad. No hay evidencia demoscópica que los debates afianzaron la ventaja de López Obrador en 2018. Por el contrario, si hay bastante evidencia que cuando Ricardo Anaya se equivocó en hacerle un guiño al PRI -cuando las intenciones de voto se cerraban- su ascenso se convirtió en estancamiento. Trump y Biden en 2020. Las encuestas de salida dieron como absoluto ganador a Biden; pues el desastre de Trump no le quitó ni un solo voto. Recordemos al “Bronco” en 2018 o a Gabriel Quadri en 2012. “Dieron la sorpresa”, generaron ruido, pero eso no se tradujo más que en algunas notas y análisis periodísticos. Nada en las urnas.
Los debates sin errores flagrantes y tropiezos históricos no suponen más que una pugna por un “momentum”, que casi siempre dura muy poquito. Los escándalos periodísticos sí llegan a tener mayor impacto en el voto. A Anaya le costó crecer porque tuvo que pasarse defendiendo la propiedad-sociedad de unas bodegas. Televisa se subió con todo al tema y las explicaciones del panista no fueron efectivas. La silla vacía de López Obrador en 2006 sí tuvo un impacto particularmente entre aquellos que no sabían si darle el beneficio de la duda. No obstante, más pesó su falta de compromiso institucional -al diablo con sus instituciones- o sus insultos -Chachalaca- en un contexto de gran prestigio democrático. México estaba enamorado de su reciente casamiento con la democracia. Doce años después, el desgaste de la democracia mexicana le ha permitido al Presidente obrar una destrucción institucional nunca vista.
Los debates no dejan de ser apasionantes, pero es importante bajarle la expectativa, contadas veces han sido un parteaguas en una campaña electoral.