No sean traidores a la patria”, le espetó López Obrador a la oposición. El presidente sabe que no cuenta con los votos para aprobar la reforma eléctrica. Hoy nos damos cuenta de que sí perdió las elecciones intermedias. Y frente a la debilidad, el presidente agita su discurso. El lenguaje no es inocuo. El traidor a la patria es un agente defensor de los intereses del extranjero. El presidente no concibe que un auténtico patriota se pueda oponer a su proyecto de reforma eléctrica. El nacionalismo de López Obrador está condicionado por una idea: la esencia de la nación se representa en el Estado. Las empresas o el sector privado son su antítesis. Así, creer en el libre mercado es sencillamente ser un traidor.
La democracia parte del reconocimiento del otro. No hay democracia sin asumir que las ideas de tu adversario son igual de legítimas que las tuyas. Las elecciones y el debate público son dispositivos que nos permiten identificar qué soluciones se vuelven predominantes en una sociedad. No obstante, la traición es un concepto que nada tiene que ver con la democracia. ¿Por qué defender a la Comisión Federal de Electricidad o apostar por energías sucias es más patriota que defender la competencia o la inversión en energías renovables? El presidente agita ese viejo nacionalismo mexicano que se refugia en la expropiación petrolera y en el imaginario de país saqueado por las potencias. Para López Obrador, la reforma eléctrica es una batalla esencialmente política. La disputa por la nación, recordando el libro de Carlos Tello y Rolando Cordera.
En la medida que avanza el sexenio nos damos cuenta que el nacionalismo es la idea que impregna el proyecto de país de López Obrador. Es el concepto que mejor define su andar. Las etiquetas de izquierda o progresista quedaron en el camino. Al nacionalismo energético que no escatima recursos para hacer de Pemex y la CFE columnas vertebrales de la economía nacional, debemos sumar el papel “patriótico” del Ejército y la reconstrucción de la presidencia imperial. Detrás de esta triada es identificable una idea sumamente peligrosa: sólo es auténticamente patriota quien apoya al Gobierno. Sólo es auténticamente patriota el estatista. Cualquier atisbo de disidencia supone alta traición. Cualquier atisbo de disidencia es sinónimo de extranjería. El presidente ha llevado a tal extremo su argumentario que hoy expulsa de la mexicanidad a la oposición, a los medios críticos, a las clases medias que no lo apoyan. Un discurso similar hemos encontrado en países como Hungría o Polonia. La nación es el Estado. Y el Estado es el partido que gobierna. La nación está antes de cualquier cosa, sea la democracia o las libertades.
A nivel mundial, es posible identificar el enfrentamiento de dos corrientes políticas. Por un lado, el nacionalismo o soberanismo. Ideologías que consideran que la globalización destruye a la nación y al pueblo. Y por el otro, el globalismo que cree que la integración económica, política y social supone democracia, paz y bienestar. Ambas pulsiones se han enfrentado en Estados Unidos, Alemania, Francia, Reino Unido. El presidente López Obrador se ha alineado con los mandatarios que piensan que las respuestas al mundo que vivimos están en la trasnochada visión de la soberanía. Bueno, a menos que el bolsillo diga otra cosa (como la negociación del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá). Una visión a la priista: en su casa, cada quien hace lo que quiere. Por ello, el Gobierno descalifica cualquier recomendación internacional. Velar por los derechos humanos o por los desaparecidos es un intervencionismo inaceptable.
En la reforma eléctrica nos jugamos como país no sólo el presente, sino el futuro. Detrás de la iniciativa presidencial no hay respuestas frente a la crisis climática o la modernización del sector eléctrico nacional. Lo que hay es un intento desesperado por salvar a Pemex a través del combustóleo. Pemex ha sido la gran aspiradora de recursos públicos en este sexenio y ninguna inversión parece suficiente. Es de lamentar que no haya habido un debate serio sobre la apuesta energética de este Gobierno y que todo haya quedado reducido a la diatriba nacionalista de López Obrador. Los foros de expertos fueron lamentables simulaciones. El Gobierno plantea la reforma como un plebiscito a favor o en contra de México. Desde mi óptica, es absurdo hipotecar el futuro de las próximas generaciones, destruir contratos hipotecando -también- la confianza en nuestro país y destruir las instituciones que regulan el mercado energético. Parece que López Obrador perderá la batalla legislativa, pero no tardará en convertir su derrota en una razón más para llamar traidores a la oposición.
Enrique Toussaint