Todos los días el amanecer asoma por la ventana; atrás quedó la oscuridad que lo permite todo. Sólo destacan las luces de los autos: sobre el puente vehicular enfilan rumbo al metro Pantitlán: el paradero más intenso de cuantos existen. Metro: gusano naranja con miles de gentes en su panza, rumbo al trabajo.
A veces sale del muladar, su vivienda: revisa la pecera del pez beta, sale y aborda la pecerda que lo deja en el metro cercano al parque donde la gente se derrite haciendo deporte.
Como a diez kilómetros, distingue la silueta de la Torre Latinoamericana y su reloj, apenas una mancha luminosa. Sobre la banqueta se escuchan pasos menudos. Por el taconeo, es Hilda, la restauradora. Ocupa la vivienda 5, en la vecindad de Lola la Mocotes, quien la heredó de sus papás: construyeron cuartos para cada hijo pero terminaron agarrados del chongo, se fueron y Lola quedó. Dice que nomás heredó problemas, los inquilinos se retrasan con el alquiler, malgastan agua, son peleoneros y gustan del argüende. El pueblo bueno, puej.
La semana pasada, apenas empezando la noche, por la bocacalle entraron tres patrullas con sus torretas iluminadas y las sirenas a todo volumen. Resulta que Lola la Mocotes se dio un agarrón con una de las costureras del taller ubicado frente a su casa. Qué me ve, como pa' qué le gusto, preguntó retándola aquella chamaca. Fue el llamado de la selva. Me gustas pa' trapiador, le respondió Lola la Mocotes: pa' qué otra cosa, costal de lombrices. Uy mana, a poco te vas a dejar, azuzaron sus compañeras. Tiro, tiro, hay tiro, comenzaron a corear.
Y Lola, que es mecha corta, dejó a un lado la escoba y comenzó a remangarse la sudadera. ¿Va derecho o nomás estás de hocicona, m'hija? La otra se resistía, pero las del taller la empujaban hacia Lola. Pártele su madre, decían, y Lola respondía: Vamos a ver si es cierto, pus ya ves que estoy mancaaa, m'hijita. Cercada por sus compañeras, la muchacha tiró el primer golpe y ahí se vio que de riñas no sabía. Más experimentada, Lola enrolló su cabello e hizo un chongo bien pegado a la nuca. De inmediato pepenó a la costurera de los cabellos y la zangoloteó como para grabarle en la entendedera una palabra: entiende, entiende, entiende… pero así es difícil aprender: sólo por instinto se defiende, se cubre, no siente dolor: un zumbido y restallar de luces, no más.
La costurera forcejeaba y le arañaba los brazos, tiraba puntapiés, pero no logró liberarse. Lola estampó en repetidas ocasiones su rodilla sobre la cabeza de la rival. La sangre no llegó al río, nomás dejó abundante huella que luego el pavimento absorbió. Lola bufaba.
—¡A ver si así aprendes a respetarme, lombricienta! Aprende, aprende, aprende…
Vecinas de mayor edad imploraban paz; sepárenlas, por el amor de Dios. Varios hombres sujetaron a las contrincantes, justo cuando las patrullas entraban. Los tiranos intentaron subir a la rijosas a la caja de la pickup, pero el vecindario lo impidió y los rangers se fueron gritando, burlones, que se metieran a la cocina, dejen de dar función a sus hijos, ¿no les da vergüenza? Nooo, respondió el vecindario.
Hilda volvió de restaurar santos y se enteró del chisme.