El atontejamiento que el calor del naciente verano provoca a los monstruopolitanos, se disipa un poco gracias al viento que trae consigo las nubes y con ellas la esperanza de un chubasco que refresque la atmósfera caliginosa, derritiente.
Es media tarde, fin de semana al oriente de la monstruopoli. Los rayos solares reblandecen el asfalto y crean espejismos: charcos, lagos que desaparecen cuando el semáforo reactiva el tránsito vehicular.
Atirantados a la sombra de un alcanfor, los perros duermen y por sus emperradas pesadillas gimen, algo les angustia; el sopor domina y los desguanguila hasta el desmayo.
–Voy adentro, Lore: por un agua de limón con hartos hielos y tantito azúcar nomás pa que no nos pegue el díabetis –dice Joaquín a Coquito, su mujer.
Coquito no responde: el sueño la venció en la silla de lona multicolor que su viejo le regaló en su cumpleaños. Su ropón blanco luce humedad y el sudor también le empapa la nuca.
En la cocina don Joaquis toma un jitomate, lo muerde y agrega azúcar y unas gotas de limón. Llena una jarra con agua de garrafón, del refri extrae lo cubitos de hielo y los agrega al agua.
Prueba la limonada. De la alacena baja el tequila, desenrosca la tapa y bebé a pico de botella. Carraspea. Siente como el calor invade su vientre. Da otro sorbo y vuelve el frasco a su lugar. Sandi, su hija, salió al mercado y no tarda en volver con fruta y la leche para la merienda. Es la más chica de sus tres hijas y se encarga de sus ancianos padres al volver del trabajo.
Joaquis busca una charola, en ella coloca la jarra, dos vasos y algunas galletas de animalitos. Inspirado, del florero saca un clavel rojo y lo agrega a la charola. No olvida un par de servilletas. Ni dar otro sorbo al tequila. Uno más grande que el anterior. Del dulcero toma una perita de menta y la mastica para que Coquito no perciba el aroma del chinguere y se enfade:
–Tan viejo y tan vicioso, se te va a quemar el hígado: lo que no hiciste de joven, ahora andas de viejo teporocho. Allá tú si te enfermas, a ver quién va a cuidarte –acostumbra decirle Coquito.
–Fue nomás un probete, viejita, pa quitarme el antojo: ni pa cuándo me vieras llegar bebido desde la chamba. Invitaciones no faltaban, pero la chamba hay que respetarla y no llegar crudo al otro día, darle a la manejada era riesgoso, ni pa qué enredarse la vida por un gustito…
Un gustito gusta más, dice y hace don Joaquis. Coge la charola y enfila rumbo al patio; sobre la mesita la deja y acerca su silla. Coquito dormita. Prefiere no despertarla. Se despacha un vaso de agua y con el paliacate seca el sudor de la nuca y del cuello. De soslayo ve a su mujer dormitando, se anima y encamina, sin hacer ruido, hasta la alacena. Coge un vaso y vierte el doble de un trago. Hasta el fondo. Y vuelve al patio, se repatinga al lado de Coquito, ahora más pálida que de costumbre.
Una nube negra destaca. En el azul cielo blancas nubes de desplazan. Joaquis escucha el largo suspiro de Coquito y siente un vuelco de estómago. Prefiere dejarla en paz, le toma una mano y se relaja. De improviso el perro despierta y se aleja con la cola entre las patas.
–Así estuvo mejor –dice para sí Joaquis.
Emiliano Pérez Cruz*
* Escritor. cronista de Neza