Se dicen muchas cosas sobre el amor. Se cantan himnos a su gloria, se escriben poemas a su arrebato. Pero nadie nos prepara para la otra cara de la moneda, para esa geografía sombría que se traza con el desamor. Y es en ese territorio agreste donde a veces se libran las batallas más silenciosas y más crueles: las que usan como botín a los hijos.
“Nadie nos vio partir”, la serie bomba de Netflix, dirigida por Lucía Puenzo, Nicolás Puenzo y el tapatío Samuel Kishi, adaptada de la novela de Tamara Trottner y que explora un drama familiar intenso en el que una madre lucha por recuperar a sus hijos tras una separación forzada.
La visión de Kishi, quien ha construido una trayectoria sólida en el cine nacional con historias que exploran la migración, el desarraigo y la búsqueda de identidad, muestra esas raíces para abordar la soledad y la separación desde una mirada íntima y universal. De nuevo, su obra refleja la complejidad de pertenecer a varios mundos sin estar inmóvil en ninguno.
El título de la serie evoca esa elocuente tristeza de quien sabe que los grandes naufragios no siempre suceden con estruendo, sino en el sigilo de una mañana cualquiera, con la promesa falsa de un viaje, unos días de vacaciones. La historia de Tamara Trottner, ese secuestro parental vestido de aventura, no es solo el relato de un hombre que huye con sus hijos. Es la metáfora desgarrada de un matrimonio que nunca fue, de un amor que nació muerto en el altar de los intereses familiares. Es la crónica de cómo el cariño, cuando se ausenta, deja un vacío que a menudo es llenado por el rencor y la manipulación.
Leo, el padre, no es un monstruo de una sola pieza. Es, quizás, una figura más trágica: un hijo, un hombre guiado por la mano férrea de un patriarca, intoxicado por una rabia que no supo dirigir hacia quien debía. Y en su huida hacia adelante —esa travesía por Italia, París, la Sudáfrica del apartheid y los kibutz israelíes— no sólo llevaba a dos niños. Cargaba con el peso de una herida que creía que sanaría cambiando de paisaje. Pero las heridas viajan con uno.
Y luego está Valeria, la madre. La que no se rinde. Su persecución no es sólo física, es una búsqueda existencial. Es la encarnación de un instinto que ningún decreto paterno, ninguna frontera, puede extinguir. Mientras Leo buscaba un nuevo hogar, un nuevo amor, una nueva vida en Raquel, la profesora sudafricana, Valeria solo tenía un norte: el latido de sus hijos.
He aquí la genialidad de contar esta historia desde los ojos de una niña de cinco años. Porque es en la mirada infantil donde la tragedia se despoja de teorías y se vuelve pura sensación: la confusión, el miedo disfrazado de novedad, la añoranza de un aroma familiar en un mundo de habitaciones extrañas. Tamara la adulta, convertido con el tiempo en escritora, hace entonces el viaje inverso: no para escapar, sino para entender. Para reconciliar las dos verdades —la de su padre y la de su madre— y descubrir que la historia más dolorosa es siempre un caleidoscopio de versiones.
“No se vale secuestrar niños”, sentencia ella con la claridad moral que da el haber sido la víctima. Pero también hay un destello de piedad hacia ese padre “manipulado”, ese hombre que “tenía razón de estar enojado”, pero que eligió el camino equivocado.
“Nadie nos vio partir” es más que la serie del momento. Es un espejo que refleja las cicatrices que heredan los hijos, los mapas del desamor que se dibujan a sus espaldas y el largo, interminable viaje de regreso a casa, incluso cuando uno no está seguro de dónde queda eso que llamamos hogar.
Me pregunto cuántos Leo y cuántas Valeria andarán por el mundo, cuántos hijos habrán sido moneda de cambio en una guerra que no es suya. La serie, de la que Kishi nos presumió hace meses en este mismo espacio, nos golpea porque nos recuerda que el amor, cuando se pervierte, no se evapora. Se transforma en el arma más letal. Y suele ser la inocencia la que paga el precio más alto.