El poder corrompe, y corrompe absolutamente cuando la ética y la moral dejan de ser fundamento del servicio público.
Es decir, cuando el ejercicio de gobernar —que debería ser un acto de ayuda, de orientación y de beneficio para el colectivo— se contamina por el interés individual, la ambición personal y los pactos inconfesables.
La política, como toda praxis humana, no se ejerce desde la contemplación solitaria, sino en el seno de lo común.
Requiere de vínculos, acuerdos y conflictos; pero estos deben estar dirigidos por una filosofía última, una teleología moral (dirían los clásicos), cuya finalidad sea la mejora de las condiciones de vida de los gobernados.
Cuando esa finalidad se olvida, cuando se desdibuja en los laberintos del ego, el cálculo o el apetito de poder, entonces todo se corrompe.
Se vuelve una lucha mezquina por el control de los espacios, por el beneficio de unos pocos.
Y ahí es cuando el poder lejos de construir pudre.
El ladrillo en el que muchos se suben los enloquece. A algunos, sin rodeos, los vuelve idiotas. Lo hemos visto.
Lo estamos viendo. El poder sin virtud no sólo extravía a quien lo ostenta: perjudica a todos.
Por eso, la criba rumbo al 2027 debe pasar necesariamente por el tamiz de los principios fundacionales de la Cuarta Transformación: no mentir, no robar y no traicionar.
No se puede permitir que las candidaturas queden en manos de mitómanos, cleptómanos o deshonestos oportunistas cuya única aportación a la causa sea su cercanía con ciertos grupos o su habilidad para fingir lealtades.
Como bien lo ha dicho la senadora más morena de los morenos, Lucía Trasviña: “¡Fuera los sátrapas, ratas y entrelucidos!” Una sentencia que debería colgarse en la puerta de cada comité estatal. Morena pertenece al pueblo.
Su corazón es la voluntad popular.
Las lecciones que dejó Durango y Veracruz son claras: el dinosaurio —reconvertido en cocodrilo— sigue moviendo la cola. No está dormido, está agazapado.
Y hará todo lo posible por dividir, infiltrar y sabotear y renacer que es lo más peligroso.
En este contexto, el reto de la actual dirigencia de Morena no es solo organizar, movilizar y ganar.
Es purificar la política, garantizar la congruencia ideológica de sus cuadros y bases. Asegurar en definitiva que la victoria no debe ser solo electoral, sino ética.
Cuando desde la dirigencia nacional se envían refuerzos a los estados, se debe tener la claridad de que Morena no puede ni debe funcionar como una franquicia al servicio de gobernadores o de influyentes políticos locales donde el partido guido es gobierno.
En más de un estado se percibe esa tentación: utilizar al movimiento como trampolín o como blindaje donde el nepotismo y compadrazgo esta a flor de piel.
Lo decimos ahora, con tiempo. Que no se diga después que nadie lo advirtió. El reto es inmenso. La oportunidad también.
Y como dijera el filósofo y matemático Gottfried Wilhelm Leibniz: “El presente está lleno de pasado y preñado del porvenir”.
Que Morena sepa leer su tiempo con memoria, pero también con visión. Porque el 2027 no es un destino inevitable: es una bifurcación histórica. La consolidación con miras al tercer piso.