La Inteligencia Artificial promete lo impensable: un salto en productividad sin precedente respecto a revoluciones anteriores. Según The Economist, con el avance hacía la IA General, pasaríamos de un crecimiento global del 2% anual a más del 20%. Una cifra descomunal, casi obscena. Suena a utopía, pero sin correcciones de rumbo, es más bien una advertencia.
En esa promesa de abundancia se oculta un dilema brutal: la exclusión masiva. Si el capital —y no el trabajo— se vuelve el eje del desarrollo, el abismo entre quienes poseen los algoritmos y quienes dependen de un empleo se hará intransitable. En otras palabras: unos pocos amasarían riquezas inimaginables, mientras millones perderían no solo sus ingresos, sino su lugar en el pacto social.
El problema no es solo económico. Es moral. Lo estamos viendo ya: líderes tecnológicos que, sin sonrojarse, celebran que la IA podría generar a los primeros trillonarios de la historia —individuos con fortunas de un millón de millones de dólares— al mismo tiempo que despidos masivos se extienden como plaga. ¿Qué tipo de civilización celebra que alguien acumule más riqueza que muchos países juntos, mientras la mitad del planeta se vuelve irrelevante?
No nos engañemos: ningún actor detendrá esta carrera. Las empresas tecnológicas operan bajo una lógica de teoría de juegos: reconocen los riesgos de seguir desarrollando modelos cada vez más potentes, pero no pueden frenar, porque saben que sus competidores tampoco lo harán. La tragedia de los comunes reeditada: cada actor persigue su interés inmediato, incluso si eso conduce al colapso colectivo.
Es urgente volver a John Rawls y su “velo de la ignorancia”: imaginar y diseñar una sociedad sin saber qué posición ocuparemos en ella. Aplicar ese principio nos obliga a construir un modelo más justo, donde el progreso beneficie a todos y no solo a los dueños del algoritmo.
El mundo se encamina a un punto de inflexión. O usamos esta disrupción para construir un nuevo pacto civilizatorio —inclusivo, distributivo, sustentable—, o asistiremos al nacimiento de una élite posthumana, mientras el resto se hunde en la precariedad. No basta con regular la IA. Necesitamos redistribuir el poder, la renta y el sentido. Hablemos más de Rawls y menos de Musk.