La vida no está de por medio cuando rueda una pelota. Y menos, cuando esa pelota ni la pateamos ni la controlamos.
La vida vale mucho más que un gol y es una sola. La vida no está en el color de una camiseta, no está en el dorsal de un jugador y tampoco en la eufórica garganta de un barra brava. Los lamentables brotes de violencia previo al clásico entre Rayados y Tigres distan mucho de ser exclusivamente un problema deportivo. Es un tema social que a todos nos compete. Los indignantes episodios dejan claro que el futbol es utilizado como válvula de escape para darle cabida a las más primitivas conductas del ser humano. Desenfrenada pasión malentendida a cambio de nada y el más cómodo pretexto para el desadaptado social que busca justificar su feroz malestar que arrastra y acumula día con día.
Me entristece profundamente que por grupos de choque y odio, toda una ciudad se desmorone en lo anímico. Tan acostumbrada a reír y a celebrarlo todo, Monterrey lloró en silencio entre la obligada reflexión de su gente. “Ahí está tu mejor afición del país”, me dijeron una y otra vez. Pues quiero decirles que lo sostengo. Son mucho más los millones de buenos aficionados que los delincuentes a los que les importa un bledo sus vidas y las del resto. Son más los miles que decentemente compran su boleto trastocando la quincena y son más los capaces de convivir y compartir carne asada con el rival deportivo. La responsabilidad es de cada uno. No puede haber un policía por cada aficionado, ningún operativo será suficiente y ninguna medida de los clubes será la idónea si desde casa no inculcamos cultura deportiva. Todo irá peor si desde casa no enseñamos que la vida no depende de un gol. Que el juego está en la cancha y que solo es eso, un juego.
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