La presidencia en Irlanda no es ejecutiva. Su función es diplomática. Es un cargo que sobre todo tiene un poder moral, cultural, un poder “suave” anclado en la persuasión y en el conocimiento de las alianzas que más convienen al país así como de los riesgos que enfrenta en un panorama geopolítico complejo y volátil. Durante 7 años la o el presidente se comprometen a mantenerse al margen de corrientes políticas e ideológicas, una instancia oficial que no toma partido ni posición. Es un trabajo arduo porque abstenerse de tener una posición exige esfuerzo y disciplina.
El puesto fue creado en 1937 por Éamon de Valera, una de las figuras públicas de la independencia irlandesa más polémicas, que imaginó el puesto como jefe de la diplomacia, un puesto protocolario que daba gravitas a la recién nacida república. El presidente debía ser una especie de monarca elegido.
En el último cuarto de siglo, el techo de cristal fue roto por la primera mujer elegida para ser presidenta de la república. Mary Robinson, abogada comprometida con la defensa de los derechos humanos, fue seguida de Mary McAleese que añadía al puesto la apertura nacional ya que McAleese provenía de Irlanda del Norte, lo cual sugería la viabilidad de la interacción norte sur posibilitada por el Tratado de Belfast de 1998.
Desde hace 14 años Michael Higgins ha ocupado el puesto, dándole un sesgo que molestó a los políticos. Higgins ha sido muy claro ante ciertos acontecimientos contemporáneos como por ejemplo el genocidio en Gaza o la crisis nacional de vivienda. Higgins se ha concedido una licencia que supera la poética que le corresponde por oficio para adoptar un lenguaje que no evade la crítica.
La reciente elección presidencial ha debido conformarse a una relativa ausencia de candidatos. Mairead McGuinness, la candidata original que habría representado al partido Fine Gael, uno de los dos partidos tradicionales, debió retirarse debido a cuestiones de salud. Durante meses la única candidata visible fue Catherine Connolly, diputada independiente que ha manifestado su euroescepticismo. Un asunto que ha inquietado a muchos es el recuerdo de la visita que hace años hizo con otros diputados a Bashar al-Assad, quien apoyado por las armas rusas dejó Siria en ruinas. Gaza ahora recuerda Alepo donde el cañoneo no dejó piedra sobre piedra. Connolly esquivó exitosamente dar cuenta de su viaje a Siria con compañeros de viaje en línea con las posiciones nacionalistas que exigen la independencia, definida actualmente en términos de reunificación territorial y neutralidad. Irlanda carece de ejército y de marina entre otras cosas porque el Reino Unido se ocupa de patrullar las aguas territoriales, un acuerdo tácito que a Irlanda le conviene.
La campaña presidencial se ha caracterizado por el desconcierto. Al retirarse McGuinness, tanto Fine Gael como Fianna Fáil quedaron sin candidato y durante un periodo de tiempo dejaron la cancha libre para que la candidata independiente lograra captar la imaginación de los votantes. Connolly arrasó en un contexto flamable, de tensiones crecientes ante la parálisis del gobierno para cumplir sus promesas electorales que se refieren básicamente a la pobreza fechada de la infraestructura y especialmente a la escasez de vivienda. La inactividad del gobierno se debe a la maraña de trabas burocráticas que pensadas para asegurar transparencia en la gestión pública han terminado por obstaculizar todas las acciones propuestas para gobernar. Entre la necesidad de actualizar la infraestructura nacional y hacerlo se interponen las agencias, consejos ciudadanos y rurales, permisos, objeciones, departamentos y subdepartamentos que condenan los proyectos al limbo. Transporte, salud, educación y acuciosamente vivienda impiden el desarrollo nacional. Como es conocido que hay fondos sobrados para solucionar el problema, el electorado percibe a la clase política con creciente desconfianza y en parte este cinismo ante los políticos explica el voto presidencial.
Después de un largo periodo de pasmo, los partidos centristas decidieron apoyar a un candidato que debió retirarse debido a problemas personales por lo cual debieron reciclar a Heather Humphreys, quien fuera funcionaria en varios gobiernos compartidos por Fine Gael y Fianna Fáil. El tiempo se les echó encima mientras Catherine Connolly logró algo extraordinario: reunir en torno suyo a la izquierda, unificar partidos y grupos comúnmente opuestos. De mantenerse el ímpetu será posible creer que Mary Lou McDonald, líder de Sinn Féin, es la futura primer ministro de una Irlanda reunificada, gobernada al norte y al sur por un partido que debe aprender que ocultar la verdad y disimular el pasado vinculado con el IRA (el ejército irlandés de liberación) sólo contribuye a ensuciar su trayectoria y adoptar una línea más abierta hacia Europa.
El resultado de la elección no sólo significa para los dos partidos centristas perder la presidencia sino también exponer su desconcierto, su vulnerabilidad y su incapacidad para discernir las abundantes señales de repudio por parte de un electorado cada vez más desencantado. Las encuestas no se han hecho esperar revelando que la impopularidad de los partidos tradicionales ha crecido situando a sus líderes ante la posibilidad de ser defenestrados, esto en medio del zafarrancho en City West, un suburbio de Dublín, donde con el pretexto de la lucha contra la inmigración, la semana anterior hubo enfrentamientos violentos con la policía y abundante propiedad destruida.
Independientemente de sus convicciones, la nueva presidenta irlandesa deberá abstenerse de tomar partido porque de esa falta de compromiso depende la estabilidad del cargo que no representa a un partido o coalición, sino a todos los ciudadanos irlandeses.
La presidencia es un factor unificador. Debe representar al país, pero para hacerlo, a diferencia de sus predecesores, Connolly no debe su elección a ningún partido. Esto quizá la anime para politizar un puesto que Michael Higgins ya había resituado más en contacto con la actualidad. Connolly querrá aprovechar esa independencia y llevarla más adelante en un momento internacional en el que el futuro de Irlanda depende de la UE. Su euroescepticismo puede ser un motivo de contienda no deseable en un puesto constitucionalmente definido como diplomático.
El voto por Catherine Connolly no es a favor de un proyecto de izquierda, sino contra un gobierno que actúa y se hace efectivamente responsable de su gestión o debe prepararse para dejar el poder que ha monopolizado desde hace casi un siglo.