Política

La crisis de la democracia (neoliberal) y la 4T

Primeras elecciones del Poder Judicial. Araceli López
Primeras elecciones del Poder Judicial. Araceli López

Durante años dimos por sentado que la democracia mexicana —esa que operó entre 1997 y 2018— era la meta final del camino. En retrospectiva, quizá fue más bien una estación de paso. Hoy está claro que ese modelo democrático, con sus virtudes y sus límites, entró en crisis y que el país transita hacia otra forma de organizar lo político. No es un cambio cosmético: se trata de una reconfiguración mayor de nuestro régimen político, de sus reglas y de su sentido común.

Para orientarnos en este cambio de época tan desconcertante conviene, primero, nombrar bien lo que se transformó. Llamarle “democracia liberal” a la que tuvimos no describe del todo ni su arquitectura ni su funcionamiento real. Se trató, más bien, de la versión mexicana de un tipo de régimen democrático que denomino en un trabajo reciente “democracia neoliberal” y que fue el que se volvió dominante en Occidente y sus suburbios de los 80 en adelante.

Caracterizo a la democracia neoliberal como una en la que se combinaron dos ingredientes de la democracia liberal (elecciones libres y competitivas, e imperio de la ley —en México, limitado—) con tres componentes que terminaron por vaciarla de contenido para las mayorías sociales. Primero, el fortalecimiento y proliferación de instituciones no mayoritarias (tales como nuestros órganos constitucionales autónomos) que dejaron muchas decisiones públicas clave fuera del alcance de los electores. Segundo, crecientes restricciones a los derechos y capacidad de organización colectiva de los sectores populares (en especial, la clase trabajadora). Y, tercero, un pluralismo limitado de facto, reflejado en partidos políticos cada vez más parecidos en su oferta programática.

El resultado fue un régimen político donde el voto importaba, sí, pero cada vez menos. Uno donde las grandes decisiones económicas y sociales las tomaban pequeños grupos de expertos ubicados en instituciones deliberadamente blindadas en contra de la participación de las mayorías electorales y sociales, en la que los partidos políticos en contienda se fueron volviendo indistinguibles. Ese tipo particular de democracia dejó sin voz e influencia política efectiva a vastos segmentos sociales justo mientras las políticas económicas y la narrativa neoliberales les generaba muy fuertes costos materiales y simbólicos. Entendiblemente, la distancia entre representantes y representados creció año tras año, hasta volverse insostenible.

No se trata de un fenómeno exclusivamente mexicano. En muchas democracias occidentales la crisis de la democracia neoliberal abrió la puerta a proyectos políticos —de derecha o de izquierda— que han cuestionado ese arreglo. Trump, Orbán, brexit, Bolsonaro, Podemos, entre muchos otros, han capitalizado el malestar de quienes se sintieron expulsados del pacto democrático y social durante el periodo neoliberal.

La 4T es la versión mexicana de una tendencia global. Y aquí conviene recuperar la advertencia reciente de Adam Przeworski: empeñarse en restaurar el statu quo ante —justo el modelo que nos llevó a esta crisis— no parece la mejor de las ideas. Frente a la crisis de la democracia, lo que toca no es defender acríticamente lo que había, sino animarse a renovarla.

Desde 2018, los gobiernos de López Obrador y, ahora, de Claudia Sheinbaum han impulsado un giro que han presentado no como uno orientado a abandonar la democracia, sino a transformarla. En la lógica de la 4T, democratizar es devolver poder a las mayorías, debilitar a las instituciones contramayoritarias heredadas del ciclo neoliberal y ampliar los mecanismos de participación directa. Puede y debe discutirse si lo han hecho bien, si los contrapesos se han debilitado demasiado o si algunas reformas han cruzado líneas que no deberían cruzarse. Lo que no puede negarse es que esos cambios respondieron a una crisis real del arreglo político anterior.

A la luz de una definición minimalista, México sigue siendo una democracia: la posibilidad de que el partido gobernante pierda elecciones continúa existiendo. No estamos ante una clausura del pluralismo ni ante un régimen de partido único. Lo que sí tenemos es un intento claro por parte de la 4T de redefinir cómo se distribuye el poder, quiénes forman parte del demos y para quién se gobierna.

Los cambios políticos impulsados por Morena pueden leerse, como hacen muchos analistas, en clave erosión democrática. También podrían leerse, sin embargo, como un experimento —inacabado, imperfecto, contradictorio— para construir una democracia con una base social más amplia.

Los experimentos, por definición, no tienen garantizado el éxito. Algunos elementos del cambio en curso deben preocuparnos. Por ejemplo, la tentación mayoritaria de minimizar a la oposición o, peor aún, impedirle ganar elecciones. Pero también sería un grave error negar que el modelo democrático previo era insostenible, que dejó fuera a demasiada gente y que su restauración no resolvería las tensiones actuales.

Estamos, pues, en una encrucijada. El tipo de democracia que conocimos se deshace, mientras los gobiernos de Morena dicen querer construir una democracia más plebeya y justa. No está claro aún si el resultado será un nuevo tipo de democracia más ancha socialmente o la transición a un régimen político no democrático. Lo que sí está claro es que el futuro democrático de México depende menos de defender un molde agotado cuya crisis nos colocó donde estamos y más de acompañar —con crítica, vigilancia y exigencia— la búsqueda de una forma de autogobierno donde quepa mucha más gente.


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Blanca Heredia
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