Un insulto es, muchas veces, un acto reflejo: una respuesta inmediata y sin voluntad; una exclamación que no busca ofender (que es la naturaleza real del insulto voluntario) sino expresar una molestia. O el asombro ante algo incómodo. Escupimos insultos, a veces, en lugar de decir "¡Ay!". Y, hasta ahí, el insulto es casi inofensivo, a veces no dirigido a una persona sino a una situación. Cuando insultamos de tal modo, así, a las vivas, antes de pensar, con el cuerpo y sin la razón, podemos actuar de inmediato si se vuelve ofensa, retractarnos, pedir una disculpa, decir "no era mi intención", y ya está. Asunto resuelto.
Hay, sin embargo, insultos que son mucho más que una exclamación y que, ahora sí, lo que persiguen es la ofensa, el ataque al otro, el señalamiento de que hizo algo que nos molestó y que nos llevó a, más allá de discutirlo, pasar a la agresión verbal. Un insulto así llama a otro insulto similar. O más grande, más potente, más penetrante o agudo o incisivo o filoso o perturbador. Los insultos que ofenden buscan sacar a la persona insultada de su sitio o de sus casillas, es decir, anular su ser humano y convertirlo en ser insultado.
La fase siguiente del insulto es, según mis cálculos, la denigración. Y es que una cosa es recurrir a un insulto de cajón, genérico, como es el caso de "pendejo" (que en otros países de América Latina quiere decir "mocoso" o "niñito" y no es peyorativo), que lanzar algo tan cargado de peso semántico, social y cultural como "puto" o "pueblerino" o "indio".
Pues bueno, de la denigración, que fue la fase anterior, al acoso hay un solo paso, y entre el acoso y la violencia física se tiende una línea delgadísima y frágil y muy visible en su invisibilidad aparente. El acoso, más en particular, el acoso dirigido a una mujer (que a su vez se vuelve acoso dirigido a todo el género femenino), en México, tiene tantos matices como nombres la nieve en las regiones en las que solo hay nieve y hielo, y muchas veces se disfraza de un gesto amable, aunque su carga sea todo menos las buenas y mejores intenciones.
Que a una mujer la llamen guapa o bonita o hermosa o preciosa, con o sin silbido, con o sin ese raro efecto que hacen los labios masculinos de algo que suelta vapor, lejos de generar una crecida en nuestra autoestima nos provoca, primero, un acto reflejo y, luego, una humillación cubierta de una impotencia aprendida de la que queremos desprendernos para pasar a la acción, a la denuncia. O, por lo menos, al insulto como estrategia de defensa.