En nota del fin de semana pasado en The New York Times, por enésima vez se estampa, con azoro, la simpatía de ciertos ucranianos por Rusia. Se relatan, no sin justicia, los sufrimientos padecidos por las poblaciones de los territorios ocupados, al sur y al este de la planicie renana, donde —afirman Anton Troianovski, Valerie Hopkins, Marc Santora and Michael Schwirtz— los ocupantes han llegado a imponer un nuevo estilo de vida. El estilo de vida no son otras medidas que la adopción del rublo como moneda corriente, la emisión de televisión rusa y el encarcelamiento de aquellos que se resistan. Acaso este último punto sea el único que me resulte intolerable.
Pero los articulistas obvian un hecho incontestable: en ciudades como Jerson, no son pocas las personas que albergan todavía nostalgia por la Unión Soviética —y pasados los años, por Rusia. Que un antiguo ciudadano soviético se sienta así es un fenómeno que, desde luego, se escapa de toda comprensión de quienes escriben desde Manhattan; por ello, se apresuran en precisar: los nostálgicos son viejos y, ya los sabemos, las generaciones pasadas no siempre se adaptan de buena gana a los cambios.
En un bellísimo libro de bellísimo título (Sueñan las piedras), el historiador Luis Fernando Granados Salinas reconstruye tres jornadas de la ocupación estadounidense durante la guerra de 1847. En esos días, mientras el presidente Antonio López de Santa Anna se guarecía en Querétaro, y el cabildo de la Ciudad de México negociaba con los invasores, ocurrió un alzamiento del que la historiografía no había dado cuenta: la defensa de la ciudad de un puñado de léperos que, con piedras y poco más que su cuerpo y valentía, hicieron de esa breve ocupación una auténtica pesadilla para el ejército de los Estados Unidos.
El texto de Granados Salinas es profuso en fuentes primarias y secundarias, un verdadero tour de force historiográfico. Y, sin embargo, su gran mérito no reside ahí: se encuentra, sobre todo, en su ambición imaginativa, en su prosa hipnótica y, sobre todo, en su ímpetu por inquirir esas mismas fuentes para no sólo relatar, sino explicar aquello que no se había visto en la resistencia plebeya frente a los hombres de Winfield Scott. Marxista a final de cuentas, Granados Salinas concluye que nunca animó el nacionalismo a nuestros léperos; actuaron, casi siempre, por razones de clase, por enojo natural contra el gobierno que los mantenía como desposeídos. No defendían la nación mexicana; a lo sumo, defendían un barrio, su barrio, que no pasaba de unas cuantas cuadras.
La invasión Ucrania —sea cual sea el resultado— terminará y, a partir de entonces, será necesario construir una paz duradera en la región. Esta paz, por fuerza, deberá contemplar a los rusófilos ucranianos que, así como los léperos mexicanos, también tendrán sus razones.
Antonio Nájera Irigoyen