Hace unos años, mientras el movimiento #metoo se encontraba en su apogeo, el diario El País convocó a un grupo de escritoras a discutir Lolita de Vladimir Nabokov. Naturalmente, la invitación merodeaba la pregunta de si se debía o no cancelar al ruso, en virtud de los crímenes que acomete su personaje Humbert Humbert, pederasta confeso. En aquel foro, recuerdo, hubo dislates —como asegurar que la novela era una historia de amor que defendía la pedofilia— y consensos razonables —Nabokov no es Humbert y, por tanto, como prescribían nuestros cursos de lógica, Nabokov no es pederasta.
Entre nosotros, sin embargo, hubo quienes no acusaron recibo de esta querella. Meses atrás, leía con azoro en Twitter una crítica al Páradais de Fernanda Melchor, donde se señala a la autora de gordofóbica. Quien haya leído la novela se acordará de uno de los personajes, Franco Andrade, gordo lujurioso y pertinaz que termina por acometer un delito atroz. Es verdad: el texto no escatima insultos a Franco (marrano, mantecoso, seboso, pringoso…). Pero Melchor no es la voz que narra la historia, así como Franco no es, por metonimia, la población obesa del mundo todo. Acaso sea mucho pedir.
Ojalá Parádais fuera eso —una diatriba contra los gordos, escrita en la más expansiva prosa de la literatura mexicana contemporánea— y no el espejo de un México, entre muchos otros, que tenemos frente a nosotros y nos negamos a reconocer: el país donde un gordo inmundo y rico, embebido por una masculinidad infecta, junto con un trabajador resentido y pauperizado, repudiado en su propia casa por su propia familia, fragua un crimen para huir de la angustia que lo consume. Son tan víctimas como victimarios, y tal vez sea ahí donde un lector despistado se extravíe: la brutalidad de Páradais es tan evidente que sobra explicarla.
Edward Gibbon observó que en el Corán no hay camellos; el camello de Melchor es la violencia —y obvia mencionarla pues es tan cierta como la luz del sol. Pero nada de lo anterior pudo reparar, sin embargo, aquella voz puritana que blandió lanzas contra Melchor. Ya lo ha asentado Georg Christoph Lichtenberg: “un libro es un espejo, cuando un mono se mira en él, no puede descubrir la imagen de un apóstol”.
Antonio Nájera Irigoyen