Debería renunciar. Sin duda esa fue la frase más repetida la semana pasada en todos los medios y contextos y con todos los tonos e intenciones. Ni siquiera le he dicho quién es la que debería renunciar y usted ya sabe de quién se trata. La única mexicana que, según las voces por lo bajo y las de mucho aire en los pulmones, debería hacerlo ya. Renunciar por dignidad, por respeto, por no lastimar más las instituciones, por vergüenza, por pudor, por decencia, por lo que se le ocurra o por lo que sea. Y a pesar de todos los argumentos vertidos en esa olla de aceite hirviendo, la ministra no va a renunciar.
El tiempo de la renuncia ya pasó. Fue antes, meses atrás, cuando estalló el escándalo. Entonces, hasta el honor y el patriotismo se pudieron haber blandido. Hoy el descrédito es tan hondo, que ninguna acción podrá disimular la fractura: la nueva falla moral que cruza el sexenio. No va a hacerlo, porque el descrédito es más fácil de enfrentar, sentada en una silla de piel ante una mesa de madera barnizada, esperando que el olvido o un nuevo escándalo o sencillamente la alineación de los astros la ayuden a saltar el trance y cruzar el desfiladero. Vestida de toga es mucho más fácil vivir y sobrevivir, que sufrir el desdén y el desprecio en bata, caminando de la recámara a la cocina para calentar un café de ayer y sentarse en el sillón de la sala para ver en la televisión los programas de revista de la mañana.
Si la ministra es culpable, ¿para qué renuncia? La decisión que tomó en la juventud la llevó hoy a tomar las grandes decisiones del país: misión cumplida. Si es inocente ¿para qué renuncia?, nadie le va a creer.
La ministra frente al paredón, todos esperando a que llegue el pelotón de fusilamiento mientras los fusiles siguen en el suelo. Nadie se atreve a cargar las armas. La UNAM por miedo a la venganza del Presidente, la SEP porque es leal al Presidente y el Presidente porque necesita el voto de la ministra en la Suprema Corte para sacar adelante un par de sentencias de su interés. Un voto es un voto, por más desacreditado que esté. El caso es que no hay nadie con la voz de mando para ordenar la pena que el pueblo ha decidido que merece.
Debería renunciar. Quizá mañana, hoy es absurdo. Renunciar implicaría que, a falta de una orden, la ministra camine desde el paredón hasta los fusiles en el suelo, levante uno de ellos, se apunte a sí misma y dé la orden.
Si no se escucha la voz de mando, no va a renunciar. ¿Por qué lo haría? Tiene a su directora diciendo que ella compartió la tesis de la ministra con el alumno en cuestión y con otros más. Y el alumno plagiado asegura frente a notario que él fue el que plagió. Sin embargo, da igual que tomen su lugar en el paredón, nadie les cree.
Irónico destino el de la ministra. Tiene dos plagiarios confesos dispuestos a asumir la culpa y las consecuencias, pero como la ministra está casada con el contratista favorito del Presidente —hombre adinerado y de influencia—, la gente piensa que están comprados y asustados, piensa que mienten. Es decir, el poder y la influencia que la llevó al cargo son justamente, muy justamente, tan justamente, lo que más hace dudar de su inocencia. El poder y la influencia que la encumbró son los mismos que la degradan. Reveses que da la vida y también la 4T.
@olabuenaga