Las agujas nunca olvidan que, aunque mínimas, son espadas con filo. De tanto entrar y salir de la tela llevando el hilo, hay días en que se desvían y se clavan en la piel haciendo brotar una gota escarlata. Ayer fue uno de esos días: murió Giorgio Armani.
Armani, el padre del quiet luxury, la certeza de que el último grito de la moda no tiene por qué ser estridente, que también puede ser silencioso. Armani, el modisto que hizo del gris un manifiesto.
Reinventó la sastrería masculina como si escribiera un párrafo adicional para Fitzgerald y su Gran Gatsby, o cosiera el traje perfecto para Richard Gere en American Gigolo. Quitó hombreras, desestructuró el corte, lo aligeró. Con un minimalismo cromático convirtió al azul marino, el beige y el gris en una nueva gramática de autoridad. Le devolvió sensualidad al hombre.
Para la mujer hizo una verdadera revolución. Proclamó el triunfo del feminismo. Sus trajes sastre no copiaban al hombre: eran una declaración de equidad. Líneas limpias, cortes sobrios, hombros relajados. La ejecutiva vestida por Armani conquistaba con autoridad natural. Su ropa era una protesta feminista tan solo al cruzar la puerta de una sala de juntas.
Armani demostró que la no ostentación puede ser un símbolo de poder. Que el color puede ser ausencia de todos ellos y aun así imponerse con gris y neutros. Que la marca puede no llevar logo. Que la voz puede ser baja y sin embargo escucharse en todo el salón.
Armani hizo un homenaje permanente a la discreción, a la mesura, a la sensualidad y al feminismo. Una prueba de que el silencio es el último lujo.
Hoy el mundo de la moda está más allá del luto, envuelto de gris y azul marino.