Los toros de lidia (Bos Taurus) no son “agresivos por naturaleza”, son organismos sintientes: capaces de sentir dolor y generar emociones diversas y hay evidencia de que son conscientes.
Siempre asocié las corridas de toros y su parafernalia con lo más recalcitrante del llamado viejo régimen: la pose, el mirar para abajo y disfrutar la desgracia ajena.
La faramalla de gamuza, botas, sombrero, chaleco, que acerca al oficinista promedio y al empresario “conocedor” a un ritual exclusivo por sádico, según: como si comprender una estocada fuera comparable a pararse frente a un Velázquez y entender, de verdad, que el arte es nomás para quien sabe mirarlo.
Celebran la “belleza” de un ritual que es puro sadismo y la “valentía” de quien se enfrenta a una bestia embravecida.
Pero nada más falaz: el toro llega al “matador” herido por lo menos en dos ocasiones por una puya cuya punta piramidal de 2.9 centímetros de largo y tres centímetros de ancho entra cortando los músculos trapecio y romboides, así como la porción funicular del ligamento de la nuca.
Luego se le clavan tres pares de banderillas de 70 centímetros de largo con un gancho de siete centímetros de largo y 16 milímetros de ancho, para que puedan quedarse ancladas en la carne.
Las banderillas se balancean haciendo que los arpones se muevan, lacerando los músculos y haciendo más amplias y dolorosas las heridas.
Dice el dictamen forense sobre el dolor y sufrimiento de los toros durante la corrida, como evidencia de maltrato deliberado: “el daño en los músculos del cuello y espalda le impiden levantar la cabeza, reduciendo su campo visual y dificultando el movimiento de sus extremidades delanteras, lo que le permite al torero acercarse al toro. Los toros experimentan sufrimiento [asociado] con dolor físico y emocional”.
La “valentía” del torero es una falacia.
Su arte es barbarie. Las corridas de toros deben desaparecer.
