
Primero murieron los peces. Luego murieron los árboles. Ahora muere la gente”, me dice Enrique Enciso, mientras observamos el paisaje de la Presa de las Pintas. “Además, se mueren antes de tiempo y con una muerte que no eligieron, con enfermedades renales agresivas. El problema en esto es que alguien decidió sobre la vida de los demás, y con eso les quitaron a muchas personas años de vida. Imagina que a alguien le arrancas quince o veinte años de su existencia. Eso no tiene precio. Pero así es el progreso mal entendido”.
Enrique Enciso es uno de los fundadores de “Un Salto de vida”, una asociación que busca detener la depredación ambiental en El Salto y Juanacatlán ante la omisión del gobierno y la acción de las empresas del corredor industrial. Lo conocí como parte de “El Tour del Horror”, un recorrido que se realiza desde 2008 para tratar de visibilizar la problemática socioambiental causada por los procesos de expansión urbana y por la industrialización.
“En El Salto el agua para consumo humano no existe”, dice Enrique. “El agua que sacan de los pozos, e incluso del manto freático, tiene arsénico y tiene mierda. La gente de El Salto se lava los dientes con esa agua; así también “limpian” los trastes y se bañan. No tienen opción, y como esos materiales tóxicos no se ven a simple vista entonces siguen con su vida. Pero tendrá repercusiones de salud. Por ejemplo, recientemente ubicamos el caso de una familia que tiene seis enfermos renales. Es decir, que tendrían que dializar a seis integrantes en un hogar que tiene un ingreso de mil 600 pesos a la semana, cuando el tratamiento por persona cuesta cerca de 2 mil pesos, incluso si se van a lo más barato. Es trágica su situación. Pero no son los únicos: es un problema a nivel poblacional causado por el deseo de lucro, que se sobrepuso a lo demás, de manera que la riqueza falsa del dinero acabó con la riqueza verdadera de los bienes inconmensurables”.
Enciso recuerda el tiempo en que las cosas eran diferentes. “Cuando era niño, viví cobijado a la sombra del río. Muchas personas nos sentábamos en las tardes a platicar. Éramos pobres, pero comíamos de lo que había en esas aguas. Éramos cazadores y pescadores; éramos como cavernícolas, pero cavernícolas felices”, cuenta Enrique. “Me tocó ver cómo llegó la industrialización al pueblo, cuando el ‘progreso’ se podía contar como una historia gloriosa. Al poco tiempo dejaron de aparecer peces y aves; en 50 años las especies endémicas se fueron. No te estoy diciendo que pasaron siglos, sino una sola generación. Antes aquí había unos peces hermosos, como matalotes, tostones, pescado blanco, anguilas, charales. Había bagres especiales, con una panza roja. También existían unos enormes ranarios, e incluso hubo quien se dedicaba a atrapar las ranas, y salían con costales repletos. Pero eran tantas que no había problema. Todo eso se acabó”, lamenta.
“Quizá soy demasiado pesimista, pero la situación está en un punto de no retorno. Hay bienes invaluables que ya se perdieron, pero a las autoridades no les preocupa, porque como estos bienes no tienen una función económica, no les parece grave. Ellos piensan en el dinero y El Salto es el tercer municipio más productivo de la región; sin embargo, lo que no presumen es que también es el pueblo más pobre de la metrópoli. Así funcionan esos negocios. Por eso vale la pena que también se escuche la voz de los vencidos”.
Como parte del recorrido, Sofía Enciso, quien también participa en el colectivo, nos conduce a la cascada de El Salto de Juanacatlán. Es un paisaje en donde se desvencija la palabra “progreso”: lo que alguna vez fue celebrado como “El Niágara de México” ahora se alza como la postal de un mundo post-apocalíptico: el aire, saturado con un olor nauseabundo, espeso y punzante, impregna cada respiración; cientos de diminutas gotas tóxicas salpican a cualquiera que se aproxima. Los barandales del mirador, carcomidos por la corrosión, conforman un esqueleto metálico en descomposición; la textilería al pie de la cascada ha sido abandonada y la estructura está repleta de hierba y escombro, lo que profundiza la sensación de que esta catástrofe es todas las catástrofes. “Entre ruinas se escriben los mejores epitafios del progreso”, dijo Nicanor Parra.
Cuando regreso a casa del “Tour del Horror”, me baño y lavo aparte la ropa que tenía puesta, como me recomendaron Sofía y Enrique. A pesar de eso, el olor sigue en mi cuerpo y en mi cabello. Dicen que es común que este tufo despierte en la noche a las personas que viven cerca del río. Dicen que hay muchas personas enfermas. Dicen que primero murieron los peces, luego murieron los árboles, y que ahora muere la gente. Dice Enrique que, por eso, además de luchar por descontaminar el río, está sembrando árboles junto con el académico Jorge Regalado y otros voluntarios, en un proyecto que llaman “Bosque del fin del mundo”, que es un espacio que quieren legar pensando en un tiempo más allá del ser humano. Quizá tengan razón: primero hay que salvar los peces, luego a los árboles, y entonces podemos pensar en salvarnos.