El asesinato de dos sacerdotes jesuitas en Chihuahua simboliza el precipicio en que se desbarrancan las políticas públicas del presidente López Obrador. En el tema de seguridad, el diagnóstico correcto cayó en la prescripción equivocada: sin duda se cometió un grave error en 2006 al lanzar una ofensiva militar frontal y sin planeación contra el narco, lo cual exacerbó la violencia, pero la estrategia de no confrontación emprendida en 2018 llevó el péndulo al otro extremo y alentó la dinámica violenta. Para usar la metáfora en boga, abrazar el avispero resultó tan aberrante como darle un garrotazo.
El fondo del problema es malentender el problema de fondo. El presidente López Obrador asume erróneamente que la criminalidad a gran escala funciona como la delincuencia de poco monta, que disminuye si se combate la pobreza. No es así. Las organizaciones criminales operan con lógica empresarial: en la medida en que haya utilidades crece el negocio y hay mano de obra. Los becarios serán sicarios en tanto ganen más delinquiendo que estudiando; tomarán la plata que les ofrece el crimen organizado y se encargarán de repartir a otros el plomo.
Para diezmar los cárteles se requiere arrebatarles rentabilidad y legitimidad. Lo primero es obvio: hay que encarecer la comercialización de sus mercancías —que ya no solo son drogas sino toda suerte de bienes, desde gasolina o madera hasta pescado, pollo o aguacate— vía el incremento de costos que implica el bloqueo de sus redes de lavado de dinero o la confiscación de sus activos. Lo segundo es menos evidente: las comunidades apoyan a los capos porque les dan de comer y porque les tienen miedo y respeto. No solo son los patrones: son las figuras de autoridad. En México, la policía y hasta las fuerzas armadas trabajan para ellos o, al menos, no los persiguen. Peor aún, el presidente los legitima al justificarlos. Deslegitimarlos presupone estigmatizarlos, confrontarlos y meterlos a la cárcel.
¿Por qué asesinaron a dos sacerdotes? Porque pudieron, porque así actúan cuando no existe una línea roja que teman cruzar. Si pueden controlar extensos territorios, extorsionar empresarios y dominar sectores enteros de la economía, humillar y vejar militares, ¿quién les va a impedir que maten religiosos? AMLO renunció al monopolio de la violencia legítima y apuntaló un oligopolio de violencia criminal. Seguirá culpando al pasado -ese pasado que él conocía bien hace cuatro años, cuando pidió el voto para resolver el problema- pero las desgarradoras, absurdas muertes de Javier Campos y Joaquín Mora han sellado su rotundo fracaso. En sendos sexenios se contaron los muertos de Calderón y Peña; estos 121,000 —más los que se sumen hasta 2024, con los dos jesuitas en emblema de ignominia— son los muertos de AMLO. Nadie en su sano juicio acusa a los presidentes de homicidio, como nada les quita la responsabilidad de sus políticas de seguridad. “Abrazos, no balazos” resultó división del trabajo: los criminales nos balacean y el gobierno los abraza. AMLO es responsable de que gente de bien pierda la vida porque suya es la orden de no importunar a quienes hacen el mal, como si debiéramos esperar a que el fin del infierno nos cayera del cielo.
Terrible responsabilidad, diría Vasconcelos, haber despertado en vano la esperanza.
Agustín Basave@abasave