Una de las taras del populismo, quizá la peor, es su desprecio por el Estado. Las leyes e instituciones del orden estatal le son incómodas al líder populista porque limitan su discrecionalidad, le imponen intermediaciones, le impiden empezar de cero. No es fortuita su aversión al servicio civil de carrera; todo aquello que involucre estructuras preexistentes, procesos predeterminados, funcionarios que no le deben el cargo, le resulta inadmisible.
El presidente López Obrador, destacado exponente del populismo, no es estadista: es personalista. Hace lo posible por desmantelar al Estado mexicano y hacer a México país de un solo hombre. El ejemplo más reciente fue su conducta frente a la catástrofe que dejó en Guerrero, notoriamente en Acapulco, el paso del huracán. Ni siquiera con las fuerzas armadas, que tanto aprecia, aceptó directrices institucionales. Su reacción fue ordenar a la Secretaría de la Defensa cumplir su ocurrencia. El resultado fue el ridículo de quedarse atascado en una carretera que se sabía intransitable. Se resistió a delegar decisiones a quienes están preparados y tienen los protocolos para actuar ante esos desastres.
Fiel a su vena populista, AMLO quiere decidirlo todo. Él ha de discurrir, por sí solo, a qué se destina el presupuesto. Recela de los fideicomisos —el Fonden incluido— como desconfía de cualquier instrumento que no pueda controlar a contentillo y reste margen de maniobra a su voluntarismo. Por eso rechaza la ayuda de la sociedad civil, que no puede usar a su favor. Cualquier intermediario, sea persona o institución, es blanco a debilitar o destruir. Nada ni nadie ha de osar interponerse entre él y el pueblo. El Estado es él, y él determina qué, cómo y cuándo hacer. Los demás solo ejecutan sus designios. AMLO es el rey de la discrecionalidad, que es hija de la soberbia.
Y es que la autocracia no solo acapara las decisiones, también agudiza la egolatría. En la mañanera del jueves pasado, de cara al sufrimiento de los acapulqueños, AMLO presumió su supuesto segundo lugar mundial en popularidad. La del viernes la dedicó a evadir su responsabilidad peleándose con sus antecesores, cuyas trapacerías castiga con saliva en vez de cárcel. Y el sábado, en un video, lejos de llamar a la solidaridad nacional, actuó como el jefe de campaña que prefiere dañar a sus adversarios antes que ayudar a los damnificados. Ni siquiera en una crisis humanitaria —que podría derivar en estallido social— fue capaz de renunciar a su afán de dividir y enfrentar a los mexicanos para sacar raja electoral. Que miles de compatriotas lo pierdan todo no es una tragedia; tragedia sería que él perdiera el poder. Por si fuera poco, negó haberse tardado en alertar a la gente. Él nunca se equivoca. ¿Por qué habría de monitorear advertencias gringas, fruto de la ciencia neoliberal? Otis, en efecto, evolucionó con mayor rapidez que su dogmatismo.
A AMLO le estorba el Estado. Quiere convertirlo en un mero desdoblamiento de su voluntad operado por soldados con uniforme verde o chalecos morados. Desdeña la experiencia, el conocimiento acumulado y plasmado en normas y procedimientos. Él tripula el avión, y antes que activar el piloto automático prefiere romper los instructivos e inventar maniobras aberrantes. ¡Total! ¡Ni que fuera tan difícil!