Ya entiendo el significado de lo permanente y lo pasajero, y a ese respecto me queda claro que lo permanente no es sino quimera; aquí todo se va, todo se acaba
Hay un programa en la tele en el que un representante de bienes raíces lleva a parejas y familias a buscar la casa de sus sueños. Se llama algo así como Forever house. Las ilusionadas y jóvenes parejas le indican al corredor que cuentan con un presupuesto determinado y él se encarga de mostrarles casas y, en caso de que se interesen por una en particular, actúa como negociador entre los compradores y el vendedor. La pareja va recorriendo los distintos espacios de la construcción y comienzan a soñar y a visualizar lo que podrían hacer allí: –Mira, aquí veo la mesa de billar–, dice él, apuntando a un espacio muy amplio junto a un ventanal. –Y éste podría ser el cuarto de nuestro primer hijo–, apunta ella. Y así recorren toda la casa, imaginando, proyectándose en ella, configurando su futuro. Después de recorrer varias propiedades terminan comprando una casa. Nunca te dicen qué fue de ellos ni cómo terminaron viviendo ahí, pero es de imaginarse. Hasta pienso que todo es una farsa y las parejas son solo actores que simulan ser otra cosa. Lo cierto es que las casas son muy bonitas y tienen jardines y vistas hermosos.
La casa donde pasé mis primeros 20 años (o sea, la casa de mis papás) era una mansión muy amplia, con alberca, pérgola, un jardín arbolado, y en una colonia muy bonita y segura. Tal vez la casa fuera muy grande, no lo sé. Después de que mis hermanas y hermano se casaron, quedamos mis papás y yo. Siempre he sentido que estas casas grandes, con salas, antesalas, comedores, recámaras, cuarto de juegos y otros espacios misteriosos y aparentemente inútiles excitan la imaginación. Prácticamente tenía la casa para mí solo. Creo que nunca me llegué a sentir solo. Al contrario, tenía una libertad inusual y la disfruté muchísimo. Pero todas las cosas buenas llegan a su fin. Un día mi papá anunció que vendía la casa. Teníamos tanto y cuánto tiempo para salirnos y buscar casa nueva. Llevarse objetos –trasladarlos– de una casa a otra no significa nada. Son los recuerdos los que se resquebrajan. Y así ocurrió: el comprador demolió nuestra vieja casa y la transformó en estacionamiento. Me tocó vivir el proceso de destrucción. Quería –tenía– que vivirlo. Al principio fue duro, pues viví cosas importantes en esa casa. Toda mi infancia y adolescencia, sin más. Cada tanto tiempo me siento en una mesa y hago un plano, a mano, de la casa. Tengo muy buena memoria y siempre la dibujo igual. Como no queriendo dejar atrás no el espacio, sino los recuerdos, pues la memoria se desenvuelve en esta geometría física, pero nosotros la transformamos en un mundo de laberintos llenos de destellos, de claroscuros, de espacios enigmáticos y de sensaciones poliédricas.
La casa de mi hermana y mi cuñado en Tampico fue, durante años, la sede de las fiestas navideñas. Ahí llegó Santa Claus, nos reunimos a cenar (yo mismo cociné varias de esas cenas), a recordar, a mirar fotos y videos, a bromear y a pelearnos también, no podía faltar. Mis sobrinos crecieron allí y cuando el tiempo llegó, se vinieron a estudiar a Monterrey. Mi hermana y cuñado se quedaron un tiempo en esa casa, pero después la vendieron y se largaron a vivir a otra ciudad. Hace unos años pasé por ahí. Casi se me rompe el corazón. La casa, con un letrero de venta. Las ventanas rotas, los espacios llenos de polvo y basura, la pintura descarapelada y el jardín tomado por yuyos, hiedras y matas rastreras. Entonces pensé que, por lo menos, no la habían destruido, como la mía. Allí estaba, lista para ser rescatada, remodelada, acondicionada para una nueva familia, un nuevo recuento, un inicio de vivencias. Quizá.
He aprendido poco a poco a dejar atrás la melancolía creada por estos recuerdos. No es fácil. Pero ya entiendo el significado de lo permanente y lo pasajero, y a ese respecto me queda claro que lo permanente no es sino quimera. Aquí todo se va, todo se acaba. Y esos cascarones de roca, vidrio, plástico y madera que llamamos hogar, bueno, pues esos no duran nada. A menos que sean las putas pirámides de Egipto o el mamonsísimo Palacio de Versalles, en una semana tumban todo, nivelan el terreno y construyen una plaza comercial o una tienda de conveniencia.
Y hasta ahí llegó tu casa para toda la vida.