Cultura

Traigo prisa

Hay gente que se lee los libros como diarrea, de prisa, atrabancados. Algunos libros quizá se tengan que leer así, puede ser, pero hay otros que se consumen despacito y en pedacitos. Sí, hoja por hoja, esperando a que surtan efecto. El libro 100 historias-río de Giorgio Manganelli y Los demasiados libros de Gabriel Zaid son un buen ejemplo. El primero pertenece al género del microcuento y el segundo es un ensayo. Hoja por hoja. Aquí resulta contraproducente caminar rápido; es como visitar un barrio arquitectónicamente notable y solo echar un vistazo, pasando por alto sublimes e insospechados detalles.

De pronto me aparece en la mente una palabra: releer. Caminar nuevamente lo ya caminado. Pienso entonces que no siempre es necesario, pero que es recomendable –y hasta indispensable– para muchos casos. Depende. Los ensayos por lo general lo requieren. La poesía, siempre, pues se trata de una presencia constante y necesaria, y en cuanto a los microcuentos, también necesitan ser releídos, porque aunque su longitud nos engañen y lleven a creer que se trata de un formato limitado, fácil e inconsecuente, su brevedad revela una comprensión de mundos a los cuales se accede por un intrincado sistema de laberintos misteriosos y ramificados.

De joven recuerdo haber leído un librito titulado “Criminales famosos en 1000 palabras: para el hombre que tiene prisa”. Se me quedó muy grabado eso último y entonces me pregunté si un día sería yo un hombre con prisa. Hoy creo que a veces sí hago las cosas con cierta desesperación.

Entonces hay que llevársela tranquilo.

Leer es escuchar un sinnúmero de voces, murmullos, gritos y ecos con tal variedad de tonos y estilos, y que vienen de todos los tiempos. Y no se les puede leer ni percibir todos de la misma manera. Y mucho menos, insisto, de manera atrabancada. Hay que dejar que esas voces se expresen de la manera en que su naturaleza se los exige. Las cosas buenas piden su justo tiempo.

Pero el problema de fondo no es si la gente lee demasiado rápido y por encimita, sino que no lee. Prefiere distraerse. Sí: leer también puede ser una manera de pasar el tiempo, pero en general la lectura nos pide concentración, focalización. Y para ello debemos tener una intención, un deseo, para de esta manera crear un sentido. O no: a veces hay que dejarse llevar a donde quiera que sea que las lecturas quieran aventarnos.

¿Cómo invitar –incitar– a leer? Se me ocurre que podemos asustarlos advirtiéndoles que Dios se va a enfurecer con quienes no acostumbran a leer y que si no lo hacen serán enviados a un sitio donde todo es llanto y crujir de dientes (Mt 22:13) y en donde serán atormentados con fuego y azufre, y sufrirán constantemente (Ap 14:10-11). Otra solución es encerrar a las personas en campos de indoctrinación forzada, con guardias armados y psicólogos perversos, para ser sometidos a sesiones de despersonalización y desmoralización, castigos físicos y cosas por el estilo, y así lograr convencerlos de que deben leer. Pero pensando en ello me ha parecido que ninguno de estos métodos puedan garantizar el amor por la lectura.

En su lugar podríamos comenzar con los niños, con trucos –que no engaños– divertidos, entretenidos, didácticos y que estimulen su curiosidad y creatividad. Ah, y que los enseñe a compartir sus experiencias literarias, tanto escritas como orales, porque aunque leer es principalmente un ejercicio en solitario, somos una especie gregaria y el intercambio de experiencias y apreciaciones genera un ímpetu fundamental para nuestra evolución y estructura social, y de nuestro pensamiento en general.

El punto original es que uno no debe leer como si se fuera a acabar el mundo en una hora. Es mejor, creo yo, leer poquito, pero aprovechando al máximo la lectura que presumir haber leído columnas de libros.

Le preguntaron a George Burns –que vivió 100 años– cuál era el secreto de su longevidad. Dijo, entre otras cosas:

–Comer la mitad y masticar el doble.

Así.

Adrián Herrera

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