La idea, noción, sensación o concepto de la muerte es fundamentalmente una presencia funesta en la mente. Quien pretenda percibirla como un proceso liberador excluye deliberadamente su efecto macabro, de ansiedad, inquietud y desasosiego. No hay nada liberador, ni catártico, ni luminoso en la muerte, solo un oscuro, silencioso e inconsecuente vacío. Es horrible pensar en ello.
Hay quienes piensan que darle un sentido a nuestras vidas es innecesario, pues la vida, como fenómeno planetario integrado, es un proceso involuntario que solo presenta un ímpetu de regeneración constante, de perpetuidad ciega, de supervivencia. No busca nada más que continuar a sí misma y para sí misma. Pero en nuestro caso específico no tenemos que hacer absolutamente nada –ni siquiera mantenernos vivos–. Por mucho que nos empeñemos en formular excusas, pretextos y suposiciones al respecto. Claro que no está de más hacer cosas; las hacemos porque somos naturalmente curiosos e inquietos (somos monos), pero no porque tengamos que justificar nuestra presencia en el planeta.
Tenemos esta tendencia, producto de la ansiedad, de creer y suponer que nuestra conciencia, nuestra memoria, sustancia fundamental o alma sobrevivirá a la destrucción del cuerpo. Primero, no se tiene ningún tipo de evidencia de que exista semejante cosa (el alma) como tampoco se sabe si algo de nosotros sobrevive a la muerte. Sencillamente no hay manera de demostrarlo. Pero nos aferramos a tal creencia. Lo entiendo, nadie quiere perder una vida llena de experiencias, de recuerdos, de enseñanzas, de sensaciones y logros. Pero la realidad es que invariablemente llega un punto en que debemos entregarlo absolutamente todo y aceptar que hasta ahí llegó todo lo que fuimos, y que nos transformamos en nada. Pienso que podemos llevar existencias perfectamente útiles y felices aun por encima de ese detallito de dejar de existir de manera permanente e intransferible. No sirve de nada creer que algo de nosotros persiste después de la muerte e incluso creo tal noción que es un despropósito, pues de esa manera nuestros recuerdos y esencia se extenderían hasta el absurdo. La vida vale de acuerdo a su duración, ni antes ni después.
Descomposición, putrefacción. Pienso que la fijación de los forenses no es solo el miedo a morir, sino a la corrupción biológica, es decir, mirarse en el espejo de la disolución, de saber que no somos más que entidades orgánicas y que la putrefacción es tan horrorosa como la supresión de la conciencia.
Pero también está el argumento estadístico bajo el cual nos queda clarísimo que el individuo es una ilusión: aquí lo que vale son los volúmenes, no las personas. Se muere uno, nace otro y así. No importa quiénes seamos, lo que hayamos logrado solo es importante que la especie se mantenga viva, que continúe.
¿La aceptación de la extinción personal y todo recuerdo o registro de lo vivido cancela o contradice la creación de un propósito de vida? Por supuesto que no. El propósito vale mientras uno está vivo. Es un contrato personal y hay que llevarlo a cabo de la mejor manera. No hacerlo solo porque nos envuelve una repentina crisis de ansiedad no es juicioso. Podemos desarrollar convicciones, formular sueños y proyectos y seguirlos. Así, el sentido que le damos a nuestras vidas es una prefiguración que poco a poco se va alimentando de lo vivido, de las enseñanzas y reflexiones, de lo espontáneo, lo raro, lo inesperado e insospechado de la vida misma. Confeccionamos nuestro sentido de la existencia conforme vamos avanzando, no hay nada escrito, es cosa de cada quien.
¿Qué es este salto ciego hacia lo ignoto, el abrir los brazos ante una oscuridad que lo absorbe todo y que no ofrece absolutamente nada a cambio?
Quizá pensar en la muerte sea una pérdida de tiempo y lo correcto sea enfocarnos en vivir. Lo cierto es que el tema de la muerte siempre estará presente en nuestros discursos, disertaciones y en nuestras pesadillas.
Especialmente en estas últimas.