Cada que viajo en avión algo sucede. Pero esta última vez ocurrió lo impensable: no pasó nada. Bueno, casi. Resulta que en el asiento de al lado me tocó un mormón. Venía con su trajecito muy limpio y arreglado, sombrero y maletica. En el saco portaba un gafete en el que venían su nombre y el negocio al que pertenece: la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Sucintamente puesto, es una religión apocalíptica y esperan la segunda venida de Cristo, en donde todo se va a la mierda. Tema que por supuesto me pone un poco nervioso viajando en una aeronave. El caso es que, por lo general, siempre que me tocan vecinos así se desata un evento de proselitismo y evangelización, y eso a mí me inquieta y además me irrita el píloro y las coyunturas de las rodillas y me genera un cosquilleo muy molesto en el occipucio. Pero mi silencioso y contemplativo vecino no profirió palabra alguna en todo el viaje. Imagínese. Tampoco sacó una Biblia, como podría esperarse en una situación así, y solo se limitó a decir “sí”, “no” y “gracias” al momento de interactuar con la sobrecargo durante el refrigerio. El tipo pidió un vaso de agua. Así nomás. Bueno, con hielo. Supongo que el hielo le confirió un aura de misticismo a la circunstancia, no lo sé. Pienso que si yo hubiera estado en su lugar, un shot de whisky me habría acercado más al creador, y más a esas alturas. El caso es que el mormón bebió su agua y se mantuvo tan sosegado e inexpresivo como un muñeco de escaparate. Dios es grande. Supongo que se le habrá pasado conversando con Jehová, o tal vez habrá estado perdido en sus pensamientos deuteronómicos. ¿Estaría pensando en el fin del mundo? Quién sabe. El ambiente en la cabina es relativamente tranquilo; yo intenté dormitar un rato. Enfrente viene un tipo viendo una película mientras su vecino, abstraído y con la boca abierta, juega en su celular. Y atrás, para mi mala fortuna, vienen dos señoronas –de las de endenantes– con voz pilluda y no paran de hablar. Bla bla bla bla bla bla. Así todo el viaje. Imagínese. Además dicen pura pendejada. Me enerva; no puedo dormir. Del otro lado del pasillo viene un pelón tejiendo. Lo que oye. Va muy entretenido y la señora que viene a su lado muestra gran interés por su trabajo. Ya conversan. Ella también teje; recién le ha terminado una cobijita a su nieto. Intercambian técnicas, diseños. Yo nunca había visto semejante cosa. De pronto, un tipo se levanta al baño. Al tiempo regresa; trae las manos mojadas. ¿Por qué no se seca las manos? Siempre hay papel secante en los baños. Bueno, por lo menos se lavó las manos, ya es ganancia. Las chachalacas de atrás siguen con su balbuceo incoherente y disruptivo. El mormón no ha hecho nada durante el viaje; está como absorto viendo la pantalla fija en el respaldo del asiento de enfrente. Lo inquietante es que la pantalla está apagada. ¿Qué ve? ¿Qué imagina? El fin del mundo, de seguro. Él lo ve todo: volutas de fuego entrando en la atmósfera, destruyendo ciudades enteras, carbonizando gente. La ira de Elohim se ha manifestado; hay gritos, lamentos, llanto y crujir de dientes, todo arde: Cristo viene a separar los justos de los pecadores. Me temo que, en tal escenario, no soy precisamente uno de los justos. Pienso que el mormón sí se salva. Bien por él. Ya se ha terminado su vaso de agua y espera a que el hielo se vaya derritiendo para irle dando sorbitos brevísimos y discretos; se escucha como alguien que apenas aprende a silbar, pero aún no le sale el chiflidito.
El piloto anuncia el descenso, después la cota de los diez mil pies y al final enciende la luz de abrocharse los cinturones: hay turbulencia. Una bolsa de aire sacude al avión de manera preocupante y espantosa: el mormón se lleva una mano al rostro y se tapa los ojos, y con la otra se aferra al descansabrazos. Parece que el fin del mundo está más cerca de lo que él esperaba.
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