Nuestra amiga es coordinadora en una empresa. Su trabajo consiste, precisamente, en coordinar los esfuerzos de muchas personas para lograr objetivos concretos. Y ahí es donde comienza el problema. Dice en tono de hastío: –Todos los días llego a la oficina, me sirvo café, enciendo la computadora y preparo la junta de la mañana. Para hacer bien mi trabajo requiero necesariamente dos juntas (breves) al día: la de la mañana, en la cual revisamos lo que se hizo el día anterior y luego lo que vamos a hacer ese día, y la de la tarde, donde nos preparamos para el día siguiente. Si no llevas a cabo esta dinámica, las cosas tienden a fluir con lentitud y, a veces, se detienen. El tema es que yo tengo que estar encima de la gente todo el tiempo, porque de no hacerlo no hay resultados. Si no lo hago, ocurren dos cosas: primero el ambiente comienza a desbaratarse y después cada quien termina haciendo lo que le da su gana, o en el peor de los casos, nada.
Y luego viene lo más interesante, después de no hacer nada o hacerlo mal y de mala gana, comienzan a quejarse de todo. Empiezan con banalidades, como la calidad del café, de que si a la copiadora no le ponen hojas después de usarla, de que si el baño no está lo suficientemente limpio o de si no hay variedad de galletitas y otras botanas en el platón que está junto a la cafetera. De ahí pasan a quejarse de mí, que soy su jefa, pues en este punto ya se comportan, unas veces, como niños de primaria y, en otras, como preparatorianos. No sé qué es peor. Hay días en que no puedo ni con una ni con otra actitud. Se mandan mensajes, hacen memes, pierden el tiempo viendo videos y post estúpidos y chatean con alguien –con quien sea– solo para sacarle la vuelta al trabajo. Porque para eso son las juntas; dejo bien claro quién debe hacer qué cosas y cuándo debe entregarlas. Pero la mayoría de ellos pajarea. Están, pero no están. Les tengo prohibido entrar con celulares, cosa que hacen a regañadientes, pues no se pueden estar más de cinco minutos sin el teléfono. Y esto, claramente, no resuelve el problema de atención, pues como ya dije, su mente está en otra parte. Mi trabajo es como de estos malabaristas que se paran en los cruceros: ahí los ves creando estos loops con naranjas o pelotas de tenis, cuidando que no se caigan al suelo y, al final, las recogen todas con una mano y con la otra piden unas monedas. Y mira que prefiero mil veces ponerme a jugar con naranjas en la calle que coordinar el trabajo de toda esta gente, no porque no sea capaz de hacerlo, sino por la actitud. Eso: la actitud. Eso me fastidia de manera tremenda. Y para seguir con el estrés y la frustración, yo misma tengo un jefe que me exige resultados. La fórmula es muy sencilla: yo exijo a los de abajo y el de arriba me exige a mí. Y lo último que debes hacer es, si no procuras resultados, echarle la culpa a los de abajo. Porque ellos son tu responsabilidad y si no puedes sacar la chamba, te vas. Así de fácil.
Y sí: he tenido que correr gente, justo porque no son capaces de hacer su trabajo o porque su actitud entra en conflicto con los intereses de la empresa. Pero el problema más profundo es cuando te das cuenta que a manera de conspiración, todos se comportan de una forma nefasta. Ellos deciden interponer sus intereses (o la falta de los mismos) a los de la empresa que les da de comer y en la cual, se supone, pueden desarrollarse. No les importa. Prefieren ser tratados como niños regañados, bajo un esquema ridículo y obsoleto de premio y castigo, a salir adelante y crecer. Algo ocurre en esta oficina, se genera una especie de burbuja extraña que los aísla de la realidad y en la cual ellos deben crear la sociedad que ellos crean conveniente. Pero no tienen idea. Quizá la realidad sea así y todos estemos metidos en una gran burbuja ilusoria en la cual cada quien alucina lo que quiere, sin importar consecuencias.