Hay una historia francesa que data de los tiempos de la revolución. A esta persona la sentenciaron a la guillotina. La ejecución procedió sin problemas y colocaron el cuerpo –con su cabeza cercenada– en un guayín. Rumbo al cementerio el carruaje pasó por encima de una roca y se levantó abruptamente. La cabeza fue a dar al suelo y como aquel era un camino empinado, rodó hasta perderse en el bosque. Al momento de bajar el cuerpo, los enterradores no hallaron la cabeza por ningún lado y procedieron a darle sepultura al cuerpo.
Al cabo de unos meses, la gente del pueblo cercano al cementerio comenzó a ver por las noches a un cuerpo que merodeaba por el bosque. La aparición se hacía más aterradora cuando había niebla y luna llena: la escena creaba un fulgor extraño que erizaba los cabellos. Pronto la voz se corrió por la comarca y aquel cuerpo sin cabeza fue paulatinamente visto en otras partes, hasta que salió en los periódicos. Al preguntarse por qué se aparecía un cuerpo sin cabeza, uno de los enterradores confesó que llevando el cuerpo de un ejecutado a darle sepultura habían extraviado la cabeza. Eso explicaba todo; el cuerpo de aquel desafortunado vagaba por las noches en busca de su cabeza. Un sacerdote comentó, acertadamente, que el alma del ejecutado no encontraba su paz con Dios por haber sido enterrado incompleto. Entonces se dio la orden de comenzar la búsqueda. Pequeños grupos de aldeanos fueron recorriendo lenta y aguzadamente el camino recorrido por la carroza. Luego de varios días la encontraron: al fondo de una pequeña cañada yacía roída, descarnada y envuelta en tierra y hojas. Los ojos bien abiertos, la mandíbula desencajada y el cabello largo y sucio, miraba a los aldeanos con un gesto de horror. Entonces la metieron en un pequeño saco y, con el sacerdote de la localidad, fueron al cementerio, exhumaron el cuerpo, hubo un breve ritual de bendición, lectura de un pasaje bíblico y después la sepultura del cuerpo –completo ya– y la colocación de una cruz sobre la tumba, que no tenía antes, pues era una fosa común.
La gente del pueblo se fue a dormir tranquila, sabiendo que el cuerpo se había reunido con su cabeza.
Pero como en toda leyenda popular, aquel personaje nunca encontró paz ni con Dios ni con los hombres y hoy, después de un poco más de 200 años, tal espectro aún merodea por entre las espesas nieblas del bosque, buscando su cabeza.
La historia llegó a México no se sabe sin con la intervención francesa, pero se adaptó a nuestro folclor. Mi tío Felipe nos la contaba de niños en el rancho y nos íbamos a dormir aterrados, y cuando salíamos al monte estábamos pendientes, escudriñando entre la floresta, a ver si veíamos al cuerpo sin cabeza.
En la prepa, nuestro profesor de filosofía contaba, a manera de chiste, la historia de un tipo que era tan tonto que había perdido la cabeza. Y así andaba todos los días, buscando desesperadamente su cabeza, la cual no hallaba por ninguna parte.
La cabeza, por su parte, angustiada por estar separada de su cuerpo, se la pasaba pegando de gritos, en espera de que el cuerpo escuchara el reclamo y acudiera a reunirse con ella.
El problema, como ya se podrán imaginar, era que el cuerpo no podía escuchar los alaridos de la cabeza, pues el cuerpo no tiene orejas, y la cabeza, tonta como era, no advertía ese pequeño detalle. Pero quiso el destino que un buen día, andando el cuerpo todo atarantado y sin sentido diera con su cabeza. Y ésta, que se hallaba disfrutando de una bien merecida siesta –exhausta por pegar de alaridos todo el santo día–, despertó de manera súbita al sentir la cálida mano de su cuerpo, que la acariciaba cariñosamente. Entonces el cuerpo se colocó la cabeza en su lugar y hubo llanto y festejo. Empero, como tal sujeto era tonto –muy tonto– no pasaron tres días y volvió a perder la cabeza.
La moraleja de estos cuentos es que en estos días emproblemados no perdamos la cabeza. Quién sabe si la recuperemos.