El pasado 2 de octubre, cuando el plan de paz entre el gobierno de Israel y el grupo Hamás aún no se concretaba, el titular de la Federación Palestina de Futbol, Jibril Rajoub, visitó Zúrich. Su cometido era explicar, cara a cara, al presidente de la FIFA, Gianni Infantino, por qué se debe ejercer presión sobre Israel y “poner fin al hambre y al genocidio”.
Esa misma tarde, la Federación Internacional de Futbol Asociación anunció que “no puede resolver problemas geopolíticos, pero puede y debe promover el futbol en todo el mundo aprovechando sus valores unificadores, educativos, culturales y humanitarios”.
El consejo de la FIFA no impuso sanciones ni excluyó a Israel de sus competiciones internacionales durante la guerra que sostuvo por dos años en Gaza y las múltiples denuncias de violaciones al derecho internacional humanitario.
La decisión contrasta con el trato que recibió Rusia, suspendida de manera inmediata y excepcional tras la invasión a Ucrania en 2022.

En aquel entonces, la FIFA y la UEFA emitieron un comunicado conjunto argumentando que el futbol debía “estar totalmente unido y en plena solidaridad con todas las personas afectadas en Ucrania”.
La medida respondió también a una presión directa de la comunidad internacional y a la negativa de varias selecciones —como Polonia, Suecia y República Checa— a enfrentarse a Rusia en las eliminatorias mundialistas.
La exclusión, presentada como una defensa de los valores del deporte, fue un hito de la diplomacia deportiva contemporánea.
Sin embargo, cuando se trata de Israel, la vara de medir parece otra. La pregunta es qué pasará este 11 de octubre, cuando Israel enfrente a Noruega por la clasificación al Mundial de México, Estados Unidos y Canadá 2026, ante las amenazas de protestas por parte de los aficionados.
Infantino bajó el balón y le dio un pase certero al mandatario estadunidense Donald Trump, quien anunció el 9 de octubre el alto al fuego. A pesar de ello, el cambio de juego no calmó los ánimos de una sociedad mundial volcada con Gaza.
“Ahora todos deberían estar contentos y deberían apoyar el proceso (de paz)”, argumentó el presidente del futbol mundial en la asamblea de Clubes Europeos. “Por supuesto, esto va más allá del futbol, pero también incluye al futbol”.

Tan es así que en 2022 se expulsó a Rusia rápidamente del deporte internacional por violar la tregua olímpica, anexar organismos deportivos ucranianos y crear condiciones injustas para los atletas, mucho menos de lo que han vivido los gazatíes.
Destrucción y boicot a Israel
Desde el inicio de la ofensiva israelí sobre la Franja de Gaza, el ejército ha lanzado más de 100 mil toneladas de explosivos, una cifra superior al tonelaje combinado utilizado durante la Segunda Guerra Mundial sobre las ciudades alemanas de Dresde y Hamburgo, y la británica Londres.
Según datos publicados por el Ministerio de Salud Palestino, más de 66 mil palestinos han sido asesinados, entre ellos al menos 662 deportistas profesionales. Otros informes estiman que la cifra total de muertos y heridos supera los 200 mil.
Médicos Sin Fronteras señaló que 35 niños mueren en promedio cada día, mientras el bloqueo del gobierno israelí impide la entrada de ayuda alimentaria y provoca una hambruna que afecta a una cuarta parte de la población.
Instalaciones deportivas, estadios y clubes palestinos han sido destruidos, y la posibilidad de competir en igualdad de condiciones se ha vuelto inexistente. La guerra ha provocado además los primeros indicios de boicots y protestas deportivas.
Durante la Vuelta a España 2025, el equipo de ciclismo Israel–Premier Tech fue objeto de manifestaciones que alteraron el evento. En Noruega, la federación de futbol debatió un boicot a los partidos contra Israel, aunque finalmente optó por jugar y donar los ingresos a la ayuda humanitaria para Gaza.
Mientras tanto, la Corte Penal Internacional emitió órdenes de arresto contra el primer ministro Benjamin Netanyahu y el exministro de Defensa Yoav Gallant por crímenes de guerra y de lesa humanidad. Israel ha rechazado estas acusaciones y afirma que actúa en legítima defensa.
Sanciones a Rusia y Sudáfrica
La FIFA no solo ha castigado de manera excepcional a Rusia. La histórica suspensión de Sudáfrica del máximo organismo del futbol, que culminó con su expulsión en 1976, no fue un acto aislado, sino la consecuencia final de una lucha sostenida y gradual dentro del movimiento olímpico contra el apartheid.
Este boicot deportivo, impulsado inicialmente por las nuevas naciones africanas independientes y comités como el SAN-ROC desde el exilio, encontró su catalizador en el Comité Olímpico Internacional (COI).
Aunque la primera condena en el COI data de 1959, la presión africana, intensificada tras la masacre de Sharpeville y con el respaldo de la ONU, forzó al COI a suspender a Sudáfrica en 1963 y a expulsarla definitivamente en 1970 por sus políticas raciales. Este precedente, que reconoció que el apartheid violaba los principios fundamentales del deporte, allanó el camino para que la FIFA y otras federaciones internacionales aplicaran sus propias sanciones, aislando deportivamente al régimen sudafricano como una poderosa herramienta de presión política.
La diplomacia deportiva, según el académico Daniel Rodríguez Vázquez, cumple tres fines: limpiar la imagen de regímenes cuestionados por violaciones a derechos humanos, proyectar poder internacional y mostrar fortaleza económica o tecnológica.
En ese contexto, la pasividad de la FIFA frente a Israel se percibe como una forma de neutralidad cómplice que blinda a ciertos Estados mientras castiga a otros.
El propio presidente Gianni Infantino ha sido criticado por su cercanía con líderes políticos, incluido Donald Trump, a quien llegó a entregar simbólicamente un “pase” durante un acto público, en una imagen interpretada como la mezcla incómoda entre futbol y poder.

Argentina 78
El Mundial de Futbol de 1978, celebrado en Argentina bajo la presidencia de João Havelange en la FIFA, se desarrolló en pleno auge de la dictadura militar en el país sudamericano.
El torneo fue utilizado por el régimen castrense como herramienta de propaganda para mejorar la imagen del país ante las denuncias internacionales por violaciones a los derechos humanos.
A pesar de que los estatutos de la FIFA establecen que un país en conflicto no puede organizar una Copa del Mundo, el organismo no suspendió el campeonato. Algunos jugadores se negaron a participar en rechazo a la represión militar, entre ellos Johan Cruyff y Paul Breitner, mientras que el arquero sueco Ronnie Hellström acompañó a las Madres de Plaza de Mayo durante el torneo “por una cuestión de conciencia”.

Paralelamente, organismos como la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (DIPPBA) desplegaron tareas de espionaje para vigilar a opositores y controlar la información en torno al evento.
Casi cinco décadas después, la FIFA vuelve a ser cuestionada por su falta de coherencia en la aplicación de sus propios principios.
La decisión ha reavivado el debate sobre la neutralidad política del futbol y el uso del deporte como herramienta diplomática, recordando los antecedentes del Mundial del 78, cuando la pelota rodó sobre un país atravesado por la censura, el miedo y la represión.
MO