En la Comarca Lagunera, donde el desierto se funde con la voluntad férrea de sus habitantes, existe un símbolo que trasciende el tiempo y la geografía: el pan francés.
Más que un alimento, es una pieza de identidad que se ha instalado en el corazón de los laguneros como un ritual cotidiano, como un recuerdo de infancia y como un sello que distingue a la región del resto del país.
Su origen se remonta a los albores del siglo XX, cuando el ferrocarril irrumpió en estas tierras semidesérticas, trayendo consigo modernidad, comercio y, por supuesto, nuevas costumbres.
La urbanización creció alrededor de las vías y, con ella, surgió una necesidad creciente de panaderías que alimentaran a obreros, comerciantes y familias enteras.
Fue entonces cuando el pan francés se abrió camino, inspirado en la baguette europea, pero transformado por las manos trabajadoras de la Laguna, y que este 16 de octubre celebra su Día Nacional.
La historia oral señala como punto de partida una panadería de San Pedro de las Colonias, propiedad de Macario Fuentes Castro, llamada La Popular. Allí, entre hornos de leña y mesas de madera, se amasaron las primeras piezas que pronto viajaron hasta Torreón, Gómez Palacio y Lerdo.
Desde ese momento, el pan francés comenzó a ser parte inseparable de la dieta lagunera y, con los años, alcanzó la categoría de referente nacional.
“El pan francés en la Laguna empezó en San Pedro, en la panadería de don Macario. Después se extendió a otras ciudades y, con el tiempo, se volvió un producto identitario, algo que reconocemos como nuestro, aunque se inspirara en Francia”, cuentan los cronistas locales, uno de ellos, Jesús Sotomayor Garza.
Un pan con raíz extranjera y alma lagunera
El pan francés lagunero nació inspirado en la baguette, pero la receta cambió con el paso del tiempo hasta encontrar un carácter propio.
El secreto está en su sencillez: harina, levadura, azúcar, sal, leche y agua.

El toque final es una pincelada de huevo que, al entrar en contacto con el calor del horno, regala esa tonalidad dorada que lo hace inconfundible.
No se trata solo de mezclar ingredientes, sino de un ritual que cada panadero ejecuta con precisión y respeto por la tradición. Una vez integrada la masa, se forman pequeñas bolitas que más tarde reciben la característica figura alargada del pan francés.
Finalmente, entran al horno a temperaturas que rondan los 300 grados centígrados. El resultado es un pan de corteza crujiente y miga suave, perfecto tanto para un desayuno familiar como para los famosos lonches de Torreón.
“Para elaborar mil ochocientas piezas necesitamos alrededor de cincuenta litros de agua. Luego se incorporan el azúcar, la sal, la levadura y la harina. Con la masa lista se forman las piezas y se hornean. En unos veinte minutos el pan está en su punto. Ese olor que llena las calles es, quizá, el verdadero patrimonio de la Laguna”, relata un maestro panadero con más de cuatro décadas de oficio.
De la Laguna para el mundo
El pan francés lagunero dejó de ser un simple alimento para convertirse en un atractivo cultural y turístico. Actualmente, se le reconoce como Patrimonio Cultural Gastronómico de Torreón, y su fama se extiende más allá de las fronteras regionales.
Visitantes de distintos estados de México y de países como Estados Unidos o España acuden a la Comarca Lagunera con un objetivo claro: probar, comprar y llevar consigo este pan único.
Los laguneros, orgullosos de su producto, lo han integrado en su vida diaria de una forma que lo diferencia del resto del país. Mientras que en otras regiones el bolillo es la base de los antojitos callejeros, en la Laguna los tradicionales lonches —rebosantes de guisos, carne o queso— se hacen únicamente con pan francés.
Esta costumbre es tan fuerte que forma parte de la identidad culinaria de la región, al grado de que resulta impensable imaginar un lonche con otro tipo de pan.
“La gente de fuera viene y se sorprende. Compran el pan por cajas enteras, se lo llevan en aviones o autobuses. No es raro que un lagunero que vive en otro estado encargue a su familia que le mande pan francés. Es más que un gusto, es un pedazo de la tierra que uno se lleva consigo”, comparten algunos comerciantes del centro histórico de Torreón.
El paso del tiempo: de la leña a las máquinas
La producción del pan francés ha evolucionado junto con la región. Los panaderos más veteranos recuerdan los años en que la masa debía mezclarse a mano, revolviendo kilos de harina en grandes artesas de madera. Los hornos, encendidos con leña, requerían paciencia y precisión para mantener la temperatura adecuada.

Hoy, las máquinas se han convertido en aliadas indispensables: mezcladoras industriales que reducen horas de trabajo en minutos, hornos modernos que garantizan uniformidad en cada pieza y procesos que permiten responder a una demanda cada vez mayor sin perder la esencia del pan.
“Hace treinta años, cuando empecé en este oficio, todo era manual. Amasábamos con las manos, cocíamos con leña y el proceso era muy pesado. Ahora las máquinas han hecho el trabajo más rápido, pero el sabor sigue siendo el mismo. La tradición no se ha perdido”, recuerda un panadero de Gómez Palacio.
El pan de cada día
Según datos de la Cámara Nacional de la Industria Panificadora en la región Laguna, cada día se producen cerca de 200 mil piezas de pan francés. Su precio ronda los doce pesos por unidad, lo que lo convierte en un alimento accesible que todavía forma parte de la dieta diaria de miles de familias.
En la mesa lagunera, el pan francés acompaña el café de la mañana, las comidas familiares y las cenas improvisadas. Se come solo, con mantequilla, con frijoles o en los famosos lonches o tortas, como se les conoce en otras partes de México.
En cada mordida se encierra una historia: la del abuelo que llevaba a sus nietos a la panadería, la de los estudiantes que salían de la escuela directo a comprar su pan caliente, la de los migrantes que, al regresar a la Laguna, buscan con ansias reencontrarse con ese sabor de la infancia.
Un símbolo que trasciende generaciones
Aunque no existe un registro histórico exacto de su origen, lo cierto es que el pan francés se ha consolidado como parte esencial de la identidad lagunera. Es un símbolo que habla de resiliencia y de orgullo, un producto que nació inspirado en tierras lejanas, pero que encontró en el desierto de la Laguna el terreno perfecto para florecer.

El pan francés no solo alimenta el cuerpo, sino también nutre la memoria colectiva. Sus ingredientes, sencillos y cotidianos, se transforman en un puente entre pasado y presente, entre tradición y modernidad. Su aroma, que se esparce cada mañana por calles y colonias, es quizá la mejor forma de describir lo que significa ser lagunero.
En cada pieza se esconde una metáfora: dorado como el sol que castiga a la región, resistente como la gente que habita la tierra árida y cálido como el espíritu hospitalario de sus habitantes. El pan francés es, en definitiva, un orgullo comestible que ha sabido resistir el paso del tiempo para convertirse en un verdadero patrimonio cultural.
daed