El 19 de septiembre marca una fecha triste para México. Un día como éste no solo se escribió la historia de dos de las tragedias más dolorosas que haya sufrido el país, los terremotos de 1985 y de 2017, sino que también se conmemora una catástrofe que hace exactamente 70 años enlutó al sur de Tamaulipas: el ciclón Hilda en Tampico, el cual cobró hasta 12 mil vidas y del que hoy ya nadie habla a nivel nacional.

Las tres crisis conmocionaron a miles de hogares, dejaron destrozos a su paso y pusieron a prueba a sociedad y gobierno. La solidaridad cruzó fronteras y se sumó a las tareas de reconstrucción iniciadas desde los propios ciudadanos, que no dudaron en tender la mano en medio de la desgracia.
Dos fenómenos se sumaron a Hilda
Hace siete décadas, también en 19 de septiembre, Tampico casi desaparece. Tres ciclones azotaron las costas del Golfo de México, convirtiendo a la ciudad en el epicentro de una tragedia nacional. Gladys, Hilda y Janeth desbordaron ríos y lagunas, desatando una inundación sin precedentes que obligó a la intervención de la Marina de Estados Unidos.
Es la catástrofe más devastadora que se recuerda en la región, una tragedia que dejó una huella indeleble. Sin embargo, también despertó la solidaridad del país vecino, que respondió con un despliegue de fuerza nunca antes visto, movilizando recursos para salvar vidas y brindar ayuda humanitaria.
El puerto se transformó en una isla y el peligro acechaba por todos lados. Los ríos Pánuco, Tamesí y las lagunas del Carpintero, Chairel y Pueblo Viejo se unieron, formando un solo cuerpo de agua. La cresta de la inundación alcanzó los 5.88 metros sobre la marea media del puerto, sumergiendo tres cuartas partes de la ciudad y sus alrededores, en un área aproximada de 6,400 kilómetros cuadrados.
La noticia recorrió el mundo. Prensa, radio y la incipiente televisión dieron cuenta del desastre y de la primera intervención humanitaria de la Marina de Estados Unidos, según informó en 1955 la legendaria Revista Tamaulipas, de Silvio Lattuada.
Devastación total
La madrugada del lunes 19 de septiembre, el ruido era ensordecedor. Los más pequeños creían escuchar un tren atravesando la ciudad, pero en realidad era el rugido del huracán Hilda, de categoría cuatro, cuyas ráfagas superaban los 270 kilómetros por hora.
Llegó cuando Gladys ya había elevado los niveles de ríos y lagunas, y Janeth irrumpió poco después, desatando la gran inundación. El saldo: más de 60 mil damnificados y al menos 12 mil muertos, en su mayoría en los poblados de la Huasteca, donde también se perdieron 20 mil cabezas de ganado.
Familias enteras desaparecieron. La corriente implacable arrastró a hombres, mujeres y niños, y se tragó todo a su paso: desde chozas hasta casas de concreto arrancadas de raíz.
En su desesperación, hubo quienes se amarraron a árboles para no morir ahogados, mientras otros se refugiaron en azoteas esperando ser rescatados. Muchos de esos esfuerzos fueron en vano; la crisis era inmensa y superaba la capacidad de respuesta de las autoridades.

Ayuda desde el norte
Un estadounidense radicado en Tampico, Howard V. Reed, al ver la magnitud del desastre, voló en su avión hasta Los Ángeles para pedir apoyo al secretario de Estado norteamericano, Henry F. Holland, quien prometió enviar ayuda humanitaria a la ciudad.
Y así fue. El domingo 1 de octubre llegó a las costas el portaaviones USS Saipan, bajo el mando del contralmirante Milton E. Miles. Su tripulación traía 14 modernos helicópteros para labores de rescate, así como botes y transporte anfibio.
A primera hora del lunes comenzó la “Operación Amistad”, en la que médicos, pilotos y marinos estadounidenses auxiliaron a Tampico, Madero, Altamira y poblaciones vecinas. La Cruz Roja de Estados Unidos se unió a las labores de rescate, mostrando su solidaridad en un esfuerzo conjunto con gobierno y sociedad civil.
Salvaron a miles de personas, distribuyeron alimentos, medicinas y agua en jornadas de hasta 14 horas diarias, a pesar de que el reglamento de la Marina estadunidense limitaba el tiempo de vuelo a solo cuatro horas.
Desde los campos del Country Club —hoy Club Campestre, en el poniente de la zona metropolitana—, los extranjeros activaban sus helicópteros día y noche para salvar a los mexicanos, en una acción que más tarde recibiría reconocimiento público. Incluso trajeron agua enlatada, ya que la disponible estaba contaminada.
Don Reynaldo y Don Alfredo dan testimonio de la crudeza de aquellos días
Quienes fueron testigos de aquellos días aciagos difícilmente borrarán de su mente las escenas desgarradoras. Don Reynaldo Flores Guillén vivió el Hilda en carne propia a sus escasos ocho años. Su casa de madera en El Golfo se inundó y su familia fue llevada a la escuela Armando Barba, de Madero, uno de tantos albergues.
Mientras estaban en el refugio con su abuela, sus padres y dos hermanos mayores, escucharon el estallido de los cristales de las ventanas. La adulta mayor, con calma, dijo: “Ya vino Dios”. Una frase que, aunque no comprendió del todo en ese momento, lo impresionó profundamente.
Hoy, a sus 77 años, el recuerdo lo estremece. Siente tristeza por las vidas perdidas y las familias sin hogar. “Tampico estaba completamente inundado, fue una hecatombe grandísima”, dice.
“Pasaban casas completas por el río, era una cosa espantosa ver tanta destrucción. Se unió el río Pánuco con la laguna del Chairel, el Carpintero y el río Tamesí; la inundación abarcó todas las colonias de Tampico, inclusive el Centro. En Madero, el agua llegaba hasta el pecho”.
Radicado en Boca del Río, Veracruz, desde hace dos décadas, comenta que volver a Tampico le produce una profunda nostalgia. En 1955, su padre —trabajador petrolero— recibió un adelanto de dos meses de sueldo y despensa para enfrentar la contingencia. Reconoce la buena disposición de Estados Unidos para ayudar a los damnificados y para que la ciudad renaciera con mayor fuerza.
“Yo quisiera que no se repita la tragedia. Tenemos que cuidar el medio ambiente, porque todos tenemos parte de culpa en el calentamiento global y el cambio climático nos puede traer uno de estos fenómenos”, concluye.
También con ocho años, Don Alfredo Aguayo fue testigo del manejo de los cadáveres. “Como todo niño curioso, me fui con unos amigos al malecón de la playa para ver cómo sacaban los cuerpos que el río Pánuco arrastraba hacia su desembocadura con el mar”.
“Estaban los soldados con grampines y decían: ¡Ahí va una vaca! ¡Ahí va un burro! ¡Ahí va un perro! ¡Ahí va un cuerpo! Usaban petróleo y queroseno para quemar los cadáveres en zanjas y evitar epidemias; la pestilencia era insoportable”.
Hoy comerciante en el centro de Tampico, recuerda que la inundación creció de manera impresionante debido al agua que bajó del río Guayalejo, arrastrada por el huracán Gladys, y sumada a la acumulada por Hilda y Janeth en la cuenca del Pánuco.

La ciudad se sobrepuso al duro capítulo: Museo de Tampico
Es uno de los capítulos más duros de la historia: la gran inundación de 1955, provocada por los tres ciclones que azotaron Tampico y la Huasteca, señala Elvia Holguera Altamirano, directora del Museo de la Ciudad.
Subraya que no se trata solo de recordar la catástrofe, sino de rendir homenaje a la fortaleza y la unión de la población para salir adelante, como ha sucedido con otros momentos difíciles que han marcado la región.
En este complejo histórico se exhibe, a través de una impactante colección fotográfica, lo más emblemático de aquellos días de septiembre. Imágenes que, aún hoy, siguen moviendo fibras. Las colecciones fueron aportadas por Emilio Gómez Lemus, Alejandra Luna Gojon y Milly Prom de Ramírez.
“Mi corazón late solo de recordar aquellos momentos, nos dicen. Algunos comentan: ‘Así nos sacó mi papá de la casa, en una panga’; otros cuentan que tuvieron que subir al segundo nivel porque abajo estaba completamente inundado. Una tampiqueña relata que su madre fue llevada directamente al hospital porque la emoción le adelantó el parto”.
La tragedia, afirma Holguera Altamirano, dejó un gran aprendizaje: en los momentos más difíciles hay que unirse y sacar la casta, como ocurrió en la época negra de la violencia y durante la pandemia.

Así se fue escribiendo la historia de aquel septiembre aciago
El huracán Hilda dejó mucho dolor en las familias, relata el cronista adjunto de Tampico, Francisco Ramos Alcocer. Todo ocurrió en menos de un mes. Gladys llega el 4 de septiembre a La Pesca, Soto La Marina, y trae consigo días de lluvia constante, lo que provoca el aumento de los niveles de ríos y lagunas en rancherías y pueblos cercanos. Ya se observaban, incluso, algunos desbordamientos en zonas bajas del puerto.
Luego Hilda llega a Isla de Lobos, en Tamiahua, al norte de Veracruz, y para la noche del domingo 18, sus vientos y lluvias comienzan a sentirse con fuerza. A la una de la madrugada del lunes 19 de septiembre, el ciclón toca tierra, tomando a muchos desprevenidos.
En su última transmisión, la radio gritó: “¡El ciclón está aquí!”, “¡Está aquí!”. El terror se apoderó de la gente. El monstruo atravesaba las entrañas de la ciudad con una fuerza descomunal, destruyendo todo a su paso: casas enteras fueron aplastadas o arrancadas de sus cimientos.
“Volaban láminas, y las familias huían como podían de sus viviendas, buscando refugio en las zonas más altas”, recuerda Francisco Ramos. En el puerto, la tormenta liberó los barcos atracados, que ahora parecían de papel, a merced del violento oleaje.
A las cuatro y media de la madrugada, una calma absoluta invadió el ambiente, dando una falsa sensación de que todo había pasado. La gente, confiada, salió a ver los destrozos, pero una hora después el viento volvió con furia, primero en ráfagas, luego en remolinos que arrasaban con todo.
Era el ojo del huracán, y ahora sus vientos iban en sentido contrario. El amanecer reveló un escenario apocalíptico: lo que antes era una ciudad, ahora parecía una zona de guerra. Destrozos por doquier, escombros cubriendo las calles, árboles arrancados de raíz, postes, marquesinas y anuncios caídos, cables tirados, ramas dispersas, todo bajo una capa de devastación.

Se instala la ayuda
El 21 de septiembre llegó el entonces presidente Adolfo Ruiz Cortines a Tampico. Ante la magnitud del desastre, permaneció dos días y formó un comité prodamnificados. En coordinación con el gobernador Horacio Terán y el alcalde Manuel Ravizé, organizó el operativo de rescate.
Con la colaboración del Ejército, la Cruz Roja y miles de voluntarios, se instalaron cientos de consultorios y refugios temporales en edificios públicos, hospitales, escuelas, cuarteles y bodegas, en un esfuerzo titánico para ayudar a los sobrevivientes.
La población, aunque marcada por la tragedia, comenzó a regresar a sus actividades y a reconstruir la ciudad, pensando que lo peor había quedado atrás. Pero, el 29 de septiembre, cuando aún no habían sanado las heridas de Hilda, Janeth entró con furia por Tuxpan, barriendo con todo y dejando una inundación devastadora que arrasó con los poblados cercanos. El sur de Tamaulipas quedó de nuevo bajo el agua.
Al día siguiente, un sombrío domingo, la marea siguió creciendo y el éxodo fue inevitable; familias enteras huyeron hacia terrenos más altos, mientras la ciudad se convertía en un mar de incertidumbre.
Ramos Alcocer recuerda cómo la ciudadanía, confiada por la experiencia del ciclón de 1933, creyó que el agua no subiría más allá de un cierto nivel. “Se confiaron demasiado”, dice.
Hubo gente atrapada en edificios y casas del centro, especialmente en la zona de la Isleta Pérez, rodeada por las aguas ascendentes. La pesadilla parecía no tener fin.
Una esperanza
Sin embargo, al mediodía del 1 de octubre, el sonido de un motor lejano quebró el silencio. El portaaviones “USS Saipan” de Estados Unidos fondeó en el puerto, trayendo consigo esperanza. Los marinos norteamericanos, se lanzaron a la tarea de rescatar sobrevivientes, llevando alimentos y provisiones a las familias atrapadas río arriba y en los alrededores de Tampico.
En medio del caos, ese momento marcó un giro, cuando la solidaridad internacional se presentó como una luz en la oscuridad.
El camino al aeropuerto se convirtió en un río; las aguas lo cubrían por completo; la única forma de llegar era en lanchas improvisadas o en los anfibios de los marinos estadounidenses.
Durante la fase máxima de la inundación, la ciudad quedó aislada. Las comunicaciones se cortaron; el ferrocarril hacia San Luis Potosí fue suspendido en algunos tramos, y las carreteras que conectaban con México y Valles se vieron bloqueadas por el agua.
El cronista adjunto pide mirar el espejo de Otis, en Acapulco, para entender que el peligro está más cerca de lo que creemos, especialmente en una zona tan vulnerable a los fenómenos naturales.
“En unas cuantas horas, Otis se convirtió en un huracán letal. Esa es la tendencia, cada vez son más intensos. Llevamos 70 años sin sufrir el impacto de un ciclón, pero cuando llegue el próximo, la devastación será mucho más grave, y no sabremos cómo enfrentarlo”.
Considera que la creencia de que los extraterrestres desvían los huracanes no es más que un mecanismo de evasión psicológica, una forma de no enfrentar lo inevitable. La población, atrapada en sus fantasías, prefiere aferrarse a la idea de que “no va a suceder”. Mientras tanto, en los hogares, no se fomenta la cultura de la prevención, ni se realizan simulacros, como si la amenaza no fuera real.

No se aprendió la lección: oceanólogo
Lejos de aprender del peor desastre sufrido en el sur de Tamaulipas, la población se relajó y no existe cultura de prevención, afirma el oceanólogo Marcelo René García Hernández.
“Se cae en exceso de confianza, pero la zona no está exenta del impacto de un ciclón; en algún momento va a llegar, somos costa”, advierte.
Señala que con el calentamiento global los meteoros son cada vez más fuertes y peligrosos. Además, la pérdida progresiva de manglares —que actúan como barrera natural contra los vientos— deja vulnerable a la zona ante ráfagas superiores a los 200 kilómetros por hora.
“El efecto será mucho mayor que hace 70 años, porque ya los huracanes no son categoría uno ni dos; estamos hablando de tres, cuatro y hasta cinco”.
El otro gran problema es la falta de capacidad para desalojar el agua, agravada por el exceso de pavimento, que impide la filtración al suelo y multiplica la escorrentía.
El crecimiento anárquico también influye. Se han rellenado lagunas y restringido conductos que llegaban al mar. El agua ya no tiene salida y solo recircula; además, se carece de un buen sistema de drenaje pluvial.
“Los vasos lacustres están azolvados y cubiertos por manchas urbanas, plagados de cocodrilos que con la menor lluvia salen de su hábitat e invaden las calles. Con un ciclón andarían por todos lados; estamos sentados en un barril de pólvora”.
Insiste: no estamos preparados porque nadie cree que un huracán pueda llegar, lo que nos hace extremadamente vulnerables. Las generaciones actuales ni siquiera imaginan el peligro que podrían enfrentar.
AA