La presencia de Sergio González Rodríguez en estos tiempos era esencial. Era capaz de pensar en las complejidades del mundo contemporáneo de manera profunda y crítica. Se caracterizaba por un espíritu autónomo, libre de prejuicios y moldes ideológicos. Pensaba por sí mismo, formulaba sus propias ideas y sus argumentos, algo que se echa de menos en muchos periodistas y columnistas predecibles. Fue un hombre de ideas dispuesto a encarar e interpretar prácticas, actitudes e ideologías que suponían un riesgo y una amenaza para la humanidad. Sus investigaciones bien conocidas sobre la violencia en México no son una mera concatenación morbosa de hechos perturbadores. Sergio trasladaba la crítica cultural, la teoría social y ciertas formas de comprender la filosofía, a la crónica periodística. Era capaz de construir horizontes de comprensión encaminados a analizar los fenómenos de manera detallada y en ocasiones ambiciosa.
Como ya se vislumbraba en Campo de Guerra y en sus columnas periodísticas, le preocupaba, lo que él mismo denominaba, inspirado en Giorgio Agamben, el “ultracapitalismo de los dispositivos, las redes comunicativas y los sistemas integrados”. Nuestras más recientes conversaciones giraban en torno a la revolución tecnológica y sus repercusiones en la vida cotidiana. Coincidíamos en que los cambios tecnológicos plantean enormes dilemas éticos que apenas unos cuantos críticos y analistas empiezan a vislumbrar. Sostenía que la maximización de la economía, la expansión de las plataformas militares, la hegemonía mundial de las corporaciones y los intentos de homogeneización cultural, habían deteriorado desde hacía tiempo a la sociedad. Veía con claridad que los abusos actuales de la ciencia aplicada y la tecnología modifican nuestra forma de entender y valorar a los seres humanos: las personas somos unidades de un sistema (quizá de un entramado de sistemas) capaz de devorarnos a través de máquinas y dispositivos. Le inquietaba sobremanera el transhumanismo, la adopción de un horizonte post–humano en el que la biotecnología, la biomedicina, la nanotecnología, la informática y la inteligencia artificial terminarían degradando y aniquilando a los seres humanos. Parecería ciencia ficción si no fuera porque todo esto es cierto.
En nuestra última conversación le recomendé el libro Technology versus Humanity de Gerhard Leonard. Sergio había redactado un libro sobre ese tema, que fungiría como su tesis doctoral en Historia del Pensamiento. Pocos días después, en un nuevo prólogo para la tesis, había incorporado las reflexiones de Leonard. Sostiene en esa adenda que resulta decisivo alertar ante las amenazas que gravitan sobre el humanismo, de los riesgos enormes que corre la libertad de las personas, sus vidas, y la cultura en general. La reducción del humanismo, según sus palabras, deriva en la barbarie, la ignorancia, la injusticia, la falta de compasión, lo inhumano. Creo, lamentablemente, que ése es nuestro presente. La mirada de Sergio era esencial en tiempos tan decadentes porque más allá de sus diagnósticos controversiales, intentaba articular una propuesta ética, un discurso que apuntaba hacia la revalorización del humanismo y el rescate de lo humano.
Había estado leyendo al teólogo jesuita del siglo XX Henri de Lubac, autor de El drama del humanismo ateo (1943). En Lubac, Sergio encontró la prefiguración de nuestros tiempos: un ateísmo orgánico dispuesto a fragmentar el mundo y desplazar la imagen de Dios a la ciencia aplicada. En varias ocasiones le escuché decir que el anti–teísmo propiciaba un entorno idóneo para el anti–humanismo. Evocando a Vittorio Possenti y a Jacques Maritain, Sergio sostenía que para recuperar el valor de lo humano había que “recuperar el legado del humanismo medieval y Renacentista para abrirlo al mundo moderno sin perder lo esencial, el humanismo que une lo trascendental y lo humano en cada persona”. Confieso que me intrigaba su interés en algunos teólogos y filósofos cristianos que quizá muchos hemos leído de manera prejuiciosa. Sergio nos hará mucha falta, no solo como un crítico cultural, sino como un verdadero amigo de quien se aprendía a leer, a escuchar, a conversar, a debatir, a comprender, a convivir y a escuchar rock.