Entre los consejos que don Quijote da a Sancho, está éste:
“Cuando subieres a caballo, no vayas echando el cuerpo sobre el arzón postrero, ni lleves las piernas tiesas y tiradas y desviadas de la barriga del caballo, ni tampoco vayas tan flojo, que parezca que vas sobre el rucio; que el andar a caballo a unos hace caballeros, a otros caballerizos”.
Tal indicación debería haberla tomado Agustín de Iturbide, pero a la inversa, pues algunas versiones cuentan que fue capturado en Tamaulipas porque, pese a haberse disfrazado, levantó sospechas por su modo tan elegante de montar.
Si alguien tiene curiosidad, el Diccionario de Autoridades dice que un caballerizo es “oficio que hay en las casas de los Reyes, Príncipes y Grandes señores, el cual es de escalera arriba”, o sea, de cierta importancia. Es lo que en México llamamos caballerango, oficio que desempeñó el buen Emiliano Zapata en la casona del yerno de don Porfirio Díaz, uno de los célebres cuarentaiuno, y donde cuentan prosistas e historiadores que el Caudillo del Sur también hubo de desempeñar otros oficios más carnales.
Zapata tenía fama de buen jinete, no sé si equiparable con la elegancia de la alta escuela militar, pero al menos sí en habilidad, presteza y osadía. En esto debía ser heredero de una larga tradición, pues ya en 1615, Cervantes puso en boca de Sancho Panza:
“Vive Roque, que es la señora nuestra ama más ligera que un alcotán y que puede enseñar a subir a la jineta al más diestro cordobés o mejicano”.
Me resulta curioso que la RAE se haya tardado dos siglos en meter “mejicano” en su diccionario, y con suma nostalgia, todavía en la edición de 1843 le llamaba “reino”. No fue sino hasta 1852 que le llamó “país”.
En el Quijote, Cervantes menciona nuestra patria sólo otra ocasión, cuando se hace una gran reunión en la venta, que el ingenioso hidalgo se imaginaba ser castillo, y a donde llega un hombre que “iba proveído por oidor a las Indias, en la Audiencia de Méjico”. Nótese que hay una correspondencia lógica en el hecho de que el encargado de la audiencia sea un oidor, aunque luego se prefirió la forma “auditor”, si bien los auditores ya no suelen escuchar. A la vez, el oidor va proveído, que no viene del verbo oír, sino ver, o mejor, veer, como se escribía en su forma antigua. De modo que dos cargos de escalera arriba eran el del oidor y el del veedor.
Hoy sobreviven las formas antiguas y modernas. Así decimos “prever”, pero decimos “proveer”. Y para este último verbo usamos tanto el participio “provisto” como “proveído”, sin que por eso podamos decirle a una persona “No te había veído desde el año pasado”.
Entreteniéndome en estas y otras minucias, se entenderá por qué no pude cumplir mi propósito de leer, que no de ler, Don Quijote en cinco días.
ÁSS