“Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla / y un huerto claro donde madura el limonero…” Escribió Antonio Machado y canta Joan Manuel Serrat, ambos con singular maestría. Diré que en mi niñez también hubo varios patios —entre ellos uno donde mamá sembró un durazno y otro donde jugué futbol contra mi sombra—. Sin embargo, mi patio predilecto, al que mi memoria acude, lejos de cualquier intervención consciente de parte mía, es el gran patio rectangular de la casona de mis abuelos maternos en la Ciudad de México. No tenía árbol alguno, pero sí una yedra altísima en el muro que colindaba con los vecinos, un corredor de macetas siempre bien provistas de malvas y, al fondo, las amplias jaulas de los canarios y los periquitos australianos. (Hay quien recuerda que en ese antiguo patio alguna vez cantó una fuente y se prodigaba una palmera.) A nosotros, tercera generación, nos tocó ese vasto espacio abierto al sol y a la menuda lluvia de ceniza que nos visitaba constante desde los baños públicos de la colonia, cuyas negras chimeneas podíamos ver desde ahí y compararlas con las espigadas torres del Museo del Chopo.
La casa de los abuelos, lo que resta de ella, se alza aún en Santa María la Ribera, en el número 26 de la calle Amado Nervo Y, aunque estaba yo muy lejos de soñar que algún día me dedicaría a escribir versos, sabía que nuestra calle tenía nombre de poeta. Mi abuelo, el doctor Edmundo Azcárate Gomar —de quien heredé, además de mi segundo nombre de pila y el apellido materno, la pasión por la lectura— sabía de memoria el poema “En paz”, del vate nayarita, y solía recitarlo, sin aspavientos, con su voz a la vez clara y profunda, en ciertas ocasiones. Casi me parece estarlo oyendo ahora: “Muy cerca de mi ocaso yo te bendigo vida…”
En otro lugar escribí sobre ese libro inicial de mis lecturas, La mujer del pirata, que el abuelo puso en mis manos al cumplir nueve años. ¿Por qué escogería ese tomo entre los muchos que componen la saga de Sandokan y los Tigres de Mompracem? No es estrictamente el primero, pero en él se perfila ya la maravillosa historia que habría de cautivarme durante muchos días y sus respectivas noches, pues a ese inicial obsequio le siguieron los otros volúmenes que el formidable Emilio Salgari fue tejiendo a lo largo de una vida pocas veces dichosa. Los conservo, bien abrigados en una caja, ya que la muy frágil colección de Editorial Pirámide amenaza con desbaratarse.

También el legendario Museo del Chopo —me refiero, por supuesto, al original Museo Nacional de Historia Natural concebido para albergar el Pabellón Japonés en los festejos por el centenario de nuestra Independencia— ha sido escenario de las cosas que escribo. En Descripción de un brillo azul cobalto, durante un terremoto, en el año de mi nacimiento, mi padre “vio pasar el avión de Lindbergh / entre las torres góticas / del Museo…” En Navidad de un niño en México —que es también un homenaje a los abuelos y a su casa— vemos asomarse, como una premonición, sus enigmáticas torres. Pero mi mejor empeño está, quizás, en las tres breves prosas que incluí en Cuaderno para iluminar y están dedicadas a mi hermano Bernardo. Copio una de ellas para alimentar la curiosidad del lector, pues se trata de una muestra de las rarezas que albergaba.
“Tras el umbral, en la nave principal del museo, la garra del dinosaurio es más grande que tu cabeza. En torno a la bestia los objetos están dispuestos para la apoteosis de un culto bizarro: los embriones dormidos en frascos de formol, el cordero bicéfalo, el corazón del héroe. Tu recorres las vitrinas, tratas de averiguar en las inscripciones de las etiquetas. El polvo, un polvo de siglos se acumula en las plumas de las aves disecadas: fénix marchitos, papagayos de cresta astillada, avestruces congeladas en su fuga; escarabajos tornasolados, mariposas y polillas detenidas por un alfiler se multiplican en las cajas. Lentamente atraviesas la bruma de ese templo insólito. Al fondo, junto a la escalera de caracol que lleva a las torres de hierro, alcanzas a ver la silueta de un caballo reclinado sobre un lecho de alfalfa. Cuando te aproximas, gira la blanca cabeza y te apunta con el único cuerno que brota de su frente. Todavía te parece escuchar el eco de sus cascos que te persiguen bajo las arcadas y los pasillos de ese museo decrépito, varado en una región sin nombre de tu sueño.”
Los abuelos, esa casa, ese patio, suelen visitarme a la hora de escribir, casi podría decir que conforman una suerte de músculo del alma que se activa en el momento menos pensado, tal como me sucede ahora, cuando me había propuesto escribir esta entrega de las “Nuevas visitaciones” sobre los avatares que mi dispersa biblioteca ha debido sortear a través de los años y me descubro redactando este artículo, no falto de nostalgia, donde se escuchan, una vez traspuesto el zaguán de la casona, provenientes del salón que albergaba el piano, las notas del beethoveniano “Claro de luna” que las manos de mi abuela Consuelo tocaban con fervor.
AQ