Los cruzados de la Cuarta Cruzada destrozaron Constantinopla. El historiador Nicetas Coniates fue testigo y se lamentó porque los invasores elegían el lucro y no la belleza.
“Estos bárbaros desprecian lo bello, no permitieron que las estatuas del Hipódromo y otras maravillosas obras de arte escaparan a la destrucción, sino que convirtieron todas en monedas. De este modo, las grandes cosas se cambiaban por las pequeñas, las obras creadas con un enorme esfuerzo se convertían en monedas de cobre sin valor.”

Cuatro estatuas de estos caballos sobrevivieron y durante muchos años fueron admiradas en la catedral de San Marcos de Venecia. Eran botón de muestra de lo destruido allá en Constantinopla. Ahora están en el museo Marciano, nombre derivado de Marcos y no de Marte.
Umberto Eco narra esta destrucción en su novela Baudolino. Su héroe dice con mala prosa que en el hipódromo “he visto la belleza desflorecer y transformarse en algo pesado”.
Como si fuese un ingenuo y mal actor, Nicetas pregunta: “Pero ¿por qué, por qué?”.
Y Baudolino explica para que se entere el lector bobalicón: “Para fundirlas. Lo primero que haces cuando saqueas una ciudad es fundir todo lo que no puedes transportar”.
La crónica que hace Nicetas de la destrucción es más viva, completa e interesante que en la novela de Eco. Entre otras cosas, cuenta que los invasores abrieron los sepulcros de los emperadores y las vaciaron de oro, perlas y “gemas radiantes, preciosas e incorruptibles”. Al abrir la tumba del emperador Justiniano, hallaron su cuerpo intacto, cuando tenía 639 años de muerto.
¿Cómo un novelista puede desperdiciar esta escena? Justiniano el Grande. San Justiniano. El mismo que en el año 532 mandó ejecutar a treinta mil de sus rivales en ese hipódromo que ahora perdía sus caballos de bronce. El que en la basílica de San Vitale luce más omnipotente que dios.
Baudolino describe a Nicetas la estatua de Elena de Troya: “La estatua de esa joven, la de los pies bien torneados, la de los brazos de nieve y los labios rojos, esa sonrisa, y esos senos, y la ropa y los cabellos danzando en el viento, que si la veías de lejos no podías creerte que fuera de bronce, porque parecía de carne viva”.
Pero fue Nicetas el que la describió mejor hace ochocientos años: “¿Y qué decir de Elena, de brazos blancos, hermosos tobillos y cuello esbelto. Aunque de bronce, parecía fresca como el rocío de la mañana, ungida con la humedad del amor erótico en su vestido, velo, diadema y trenza de cabello... Los labios eran copas de flores, entreabiertos como a punto de hablar”.
Nicetas vuelve a la pérdida de la belleza. “La sonrisa graciosa, que saludaba al espectador al instante, le llenaba de alegría. Sus ojos centelleantes, sus cejas arqueadas y la forma del resto de su cuerpo eran tales que no se pueden describir con palabras ni representar para las generaciones futuras”.
AQ