1.
La sangre incendia lo que toca. Deja un rastro que es de fuego.
Los tres cuerpos se desplomaron con desgano, uno tras otro, como si no quisieran morir del todo. Apenas entonces la luz del amanecer iluminaba suavemente las cosas, bruñía las siluetas y dulcificaba los rostros.
Los condenados habían subido a los coches velados todavía por la oscuridad que aquí y allá empezaba a rasgar la aurora. Cada uno iba acompañado del sacerdote que había escuchado su última confesión. Vestían de negro, como los cocheros que los llevarían al Cerro de las Campanas y los troncos de los caballos que mansamente iban detrás de los oficiales montados encabezando la caravana. Al final marchaba una división de caballería y de soldados a pie.
Las puertas y ventanas de las casas por las que iban pasando estaban cerradas y los pocos vecinos que desde las esquinas miraban el cortejo vestían prendas fúnebres. Algunas mujeres lloraban en silencio extendiendo los brazos como en una muda invocación. Un rayo de luz rasgó los vidrios de los tres carruajes y dentro se vieron semblantes graves pero serenos. Sólo uno de los tres condenados, cuya joven mujer corría al lado de la caravana gritando su nombre con el hijo recién nacido en brazos, parecía sentirse abrumado por tal persecución.
A las cuatro de la mañana habían escuchado misa en la capilla del convento de Capuchinas para recibir la comunión. Volvieron a sus celdas, dispusieron sus últimas voluntades y cada uno estuvo un rato a solas delante de sí mismo.
Los jinetes de la descubierta hicieron alto, los coches se detuvieron y el primero en descender fue el emperador Maximiliano. Luego bajaron los generales Miguel Miramón y Tomás Mejía, quien aún mostraba la emoción de instantes anteriores. El emperador dijo cortésmente a sus compañeros de infortunio: “Vamos, señores”.
Antes, al encontrarse fuera de las celdas para abordar el carruaje donde viajaría cada uno, se abrazaron los tres: “¿Están listos, señores? Yo ya estoy dispuesto. Pronto nos veremos de nuevo en la otra vida”, comentó solemnemente el emperador. “Seguramente será mejor que ésta, majestad”, dijo Miramón.
Unos cuantos pasos colina arriba los esperaba un pelotón de fusileros apostado delante de un pequeño paredón y hacia él caminaron los tres reos escoltados por algunos guardias. La división de 4,000 soldados que hasta ahí los llevara formó en cuadro al pie del cerro.
Maximiliano y Miramón iban solemnes y erguidos. Mejía, desorientado y tembloroso por una reciente enfermedad, buscando a su mujer entre el pequeño grupo de espectadores que presenciaría el sacrificio, al principio fue sostenido por dos soldados pero más adelante rechazó la ayuda, se recompuso y caminó detrás de sus compañeros con toda dignidad.
La pequeña fila que ascendía hacia el patíbulo era llamativa: la encabezaba un alto hombre rubio de espesa barba, lo seguía un joven guerrero criollo y esbelto y al último venía un indígena de cuerpo macizo y expresión decidida. Lo que en los dos primeros parecía una serenidad transfigurada, en éste era una mera determinación.
Al alcanzar los tres el muro de adobes donde serían ejecutados y encarar al pelotón, contemplaron al fondo del valle la ciudad de Querétaro bañada por los primeros rayos del sol. No había nubes en el cielo y el aire de la mañana tenía una fragancia todavía primaveral.
Era el miércoles 19 de junio de 1867, día de Mercurio, dios de los vínculos entre lo divino y lo humano, con la Luna en cuarto menguante. Saturno, el señor de los anillos, padre del tiempo, y Júpiter, amo del rayo, el águila y el cetro dominaban el cielo durante las últimas noches que anticipaban el verano. Era conmemoración de Juliana de Falconeri, santa y virgen, fundadora de las Siervas de María, de Gervasio y Protasio, mártires de la fe. Y quinientos cuarenta y dos años atrás, en 1325, fue la fecha cuando Tenoch descubriera en un islote del Valle de México un águila posada sobre un nopal devorando una serpiente y ese signo le mostró que el peregrinaje de los aztecas llegaba a su fin.
2.
Con voz quebrada, por momentos tartamudeante, el capitán alineó al pelotón de fusilamiento y dominado por la pena se acercó al emperador para pedirle perdón. Este le agradeció el gesto y poniéndole la mano en el hombro inclinó delante de él la cabeza con resignación. Sacó de su bolsillo unas monedas de oro que distribuyó entre los soldados que lo fusilarían y otro tanto hizo el general Mejía. Miramón no llevaba dinero con él y sólo colocó la mano sobre el corazón al ir mirando a cada hombre del pelotón.
Se acercó al emperador para fundirse en un estrecho abrazo. Hizo lo mismo con su antiguo compañero de armas, conmovidos los dos. Cuando le fue señalado a Maximiliano su puesto entre los dos generales, éste volteó hacia Miramón y le dijo:
---Un valiente debe ser honrado por su monarca hasta en la hora de la muerte. Permítame, general, que le ceda el lugar de honor.
Después se dirigió a Mejía:
---General, lo que no es compensado en la tierra lo será en el cielo ---. Lo tomó entre sus brazos y lo atrajo hacia él.
Después se colocó a la derecha del pelotón. Enjugó el sudor de la frente con un pañuelo y se lo dio junto con el sombrero a Josef Tüdös, el fiel cocinero húngaro que lo había seguido caminando desde la salida del convento a la madrugada, con el encargo de que los entregara a su madre, la archiduquesa Sofía.
Antes de que el capitán diera la orden de fuego, el emperador dijo en un español impecable, con el acento extranjero ya diluido:
---Perdono a todos, suplico que todos me perdonen a mí. Que mi sangre nutra y beneficie al país. ¡Viva México, viva la Independencia!
El oficial bajó el sable y sonaron siete disparos. Atravesado por las balas, Maximiliano cayó a tierra exclamando débilmente: “¡Hombre, hombre!”, aún con vida. El oficial se acercó al cuerpo moribundo, le dio la vuelta con el sable, llamó a un soldado e indicó el corazón. El disparo a quemarropa incendió el chaleco del emperador y Tüdös se abalanzó para apagar la pequeña llamarada.
A continuación, con voz firme como si mandara una batalla, Miramón leyó unas palabras que llevaba escritas:
---¡Mexicanos! En el consejo mis defensores quisieron salvar mi vida, aquí, pronto a perderla, y cuando voy a comparecer delante de Dios, protesto contra la nota de traidor que se ha querido arrojarme para cubrir mi asesinato. Muero inocente de este crimen, y perdono a los que me imputan esperando que Dios me perdone y que mis compatriotas aparten tan fea mancha de mis hijos, haciéndome justicia. ¡Viva México!
Una descarga cerrada lo hizo caer muerto.
Tomás Mejía, sujetando con fuerza un crucifijo sobre su pecho, miró desafiante y desdeñoso a los soldados que lo matarían y apenas dijo:
---¡Viva México, viva el emperador!
Fue necesario darle dos tiros de gracia.

3.
Al desplomarse los cuerpos en la tierra y sonar los tiros de gracia, últimos relámpagos de la mañana, un espeso silencio se impuso y el tiempo quedó estancado durante instantes que parecieron la eternidad. Todos quedaron inmóviles, como marionetas sin hilos. La escena volvió a ponerse en movimiento cuando una larga y oscilante bandada de oscuros tordos pasó casi rasante por encima de los cadáveres.
Escondido entre el grupo de espectadores, el coronel Miguel López, comandante del regimiento de la Emperatriz y compadre de Maximiliano, quien había bautizado a su hijo, contemplaba la ejecución.
Pensó que las monedas entregadas a los soldados por el emperador y el general Mejía eran el óbolo para Caronte, barquero del Hades, y se preguntó si también alcanzarían para cubrir el viaje del general Miramón.
Era un jefe subalterno llegado con el séquito del emperador, de agradables facciones y finos modales, muy acicalado y poco querido entre sus pares. Durante el viaje de los emperadores desde Veracruz hasta la ciudad de México había cabalgado infatigable al lado del carruaje real. Su presencia tranquilizó a los príncipes, quienes al verlo se sentían estar en Europa.
La esposa de Mejía se desvaneció cuando los tiros a quemarropa segaron la vida del marido. El hermano del general, quien la acompañaba para recoger el cuerpo, apenas pudo sostenerla y tomar en sus brazos a Tomasito, el bebé que nunca conocería a su padre. El llanto del niño no alcanzó a quebrar el denso silencio que sobrevino.
Joaquín Corral envolvió en las sábanas que llevaba dispuestas el cadáver del general Miramón ante la presencia del canónigo de la catedral de Querétaro, Pedro Ladrón de Guevara, que luego narraría por carta los sucesos a Concha Miramón, ausente porque había viajado a San Luis Potosí para tratar infructuosamente de entrevistarse con Benito Juárez y suplicarle clemencia y perdón para los tres condenados.
Maximiliano había dispuesto que su cuerpo fuese embalsamado para llevarse a Europa y descansar en la Cripta Imperial de Viena conocida como Cripta de los Capuchinos, panteón familiar de la dinastía Habsburgo. Aquella madrugada, antes de salir hacia el patíbulo, entregó a su médico de cámara, el doctor Basch, quien con tristeza lo describiría después como “muerto viviente”, su anillo nupcial, junto con el rosario y el escapulario que le diera días atrás el padre Soria, su confesor y celebrante de la última misa que escucharían los condenados. Eran objetos que también enviaba a su madre.
Los cadáveres ensangrentados, cubiertos con mortajas que iban tiñéndose de color escarlata, fueron recogidos para llevarlos de regreso al Convento de Capuchinas, donde quedaron tendidos en las desnudas losas de una sala en la planta baja.
Pasó el tiempo y en el sitio del fusilamiento crecieron unas florecillas que los lugareños llamaron Corales del Emperador. La sangre nutre lo que toca.
La novela 'Péguese mi lengua', de Fernando Solana, se presentará el 15 de mayo en la librería Rosario Castellanos del Fondo de Cultura Económica (Av. Tamaulipas 202, Hipódromo, Ciudad de México). Participan Blanca Luz Pulido, José Antonio Lugo, Pura López Colomé y el autor.
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