Cultura

‘Horses’ de Patti Smith: 50 años en el paisaje

Música

Cabalgando sobre el paisaje de las décadas, el emblemático álbum de “la madrina del punk” nos ofrece la posibilidad de nuevos hallazgos poéticos y sonoros.

La imagen es importante porque contiene la narración de una pose y esa actitud justifica y pone en evidencia una época, un estilo y una personalidad que en ese preciso instante se ha vuelto absoluta. Sus atributos pueden reinterpretarse mientras la imagen perdure como icono de la cultura pop, pero conservará el sesgo de autenticidad que la produjo, ese aire que según Roland Barthes corresponde al “noema” de la fotografía, en cuanto que expresa y contiene lo indecible, evidente e improbable de una identidad que ha sido captada y revelada por la imagen; incluso, por paradójico que parezca, más consistente que lo real. La historia de esa pose es emblemática: en algún piso del bohemio barrio de Greenwich Village en el Nueva York de 1975, el fotógrafo Robert Mapplethorpe realizó una sesión fotográfica con Patti Smith que culminaría con la portada de su álbum Horses. Los dos compartieron una intimidad creativa singular e irrepetible.

La imagen importa porque es un retrato de Patti Smith por Mapplethorpe en una etapa en la que ambos están definiendo sus destinos, preocupaciones estéticas, intenciones. Y al definirse o elaborarse a sí mismos y entre ambos, están concretando o definiendo una manera de ser cultural: la imagen, la música, las letras, las apropiaciones, el modo, ese aire —de nuevo— o swing particular que permite dar la cara a una época: la escena punk de Nueva York, la poesía como performance, los cuestionamientos generacionales sobre la violencia, el género, la autenticidad, el legado, la religión, el sexo. La imagen importa porque representa una estética y una moral, en el sentido en el que Barthes apunta: “¿Es acaso el aire en definitiva algo moral, que aporta misteriosamente al rostro el reflejo de un valor de vida?” Actitud que cincuenta años después continúa cautivándonos por necesaria, vigente y propicia.

En la portada de Horses hay una joven llamada Patti Smith que nos mira —al dirigirse al obturador— desafiante. Su gesto altivo destaca por la mandíbula, los pómulos, las líneas de expresión de los labios y de la nariz, los ojos sagaces que afirman “esta soy”, que inquieren amenazantes, pero en los que aún se ve una inocencia salvaje enmarcada por el hirsuto cabello abundante, libre, negrísimo. La pose culmina el retrato que cobra identidad por el atuendo: la camisa impecable pero desarreglada, la cinta negra que cae desde el cuello, la posición de las manos, la chaqueta, la argolla anular, el ajustado pantalón.

El álbum se titula Horses y el fotógrafo supo captar la esencia equina de su modelo, ese aire de nightmare —yegua nocturna— que transmite la fotografía y que tiene una relación intrínseca con el sonido que la artista consiguió en su primer álbum: esa fusión de rasgueos rítmicos del punk rock con los cambios vibrantes y sincopados del bebop más la exploración sonora de John Cale y la amplitud panorámica e improvisatoria del jazz rock emergente de los 70. Y dentro de aquella espontánea crudeza rítmica, la insólita voz de Patti Smith que es única, no tanto por sus cualidades melódicas sino porque recorre con natural arrojo matices dramáticos que van de una fragilidad adolescente a las desgarraduras y agrietados énfasis, pasando por una dicción declamatoria y profunda, a otra desenfadada y tosca que remite a la pose andrógina de la portada y que confirma su esencia.

El primer corte es una versión personalísima de “Gloria” —canción original de 1965 de Van Morrison con su banda Them y que llevara a la fama Jim Morrison con una propuesta cargada de testosterona— transubstanciada por Patti Smith en una especie de oda lésbica y que sirve como posicionamiento transgresor desde los primeros versos —provenientes de su poema “Oath” que afirman: “Jesus died for somebody's sins, but not mine” y que concluye subrayando a modo de máxima: “My sins, my own, they belong to me”. La sigue la bailable “Redondo Beach” con su decidida resonancia rocksteady y que contrasta por su letra nostálgica sobre la búsqueda de una persona a quien se desea encontrar pero que se ha perdido, víctima de un “dulce suicidio”. Vuelve el tema de la libertad de la mujer y del amor entre mujeres, tanto el sexual como el sororo.

“Birdland” es probablemente uno de los momentos más inspirados del álbum por su carga poética, tanto en la instrumentación como en la letra, lo mismo que en la interpretación con sus rasgos del spoken word tan característico de la escena bohemia de aquellos años en Nueva York de donde surgió la propia Patti Smith con el guitarrista Lenny Kaye que la acompañaba en sus recitales. Una pieza envolvente y extática. La voz de Smith descuella, encuentra su punto más alto: hay alusiones a Blake, a los poetas beatnik como Ginsberg con quien acaso se pregunta: “Am I all alone in this generation?”

“Free money” vuelve a emplear la cadencia ascendente de la balada que se transforma en grito demandante. Los versos se van acumulando con furia a partir de una declaración sobre la gratuidad del dinero, muy acorde a la actitud punk con influencia del imaginario poético de Lautrémont, Rimbaud y Jean Genet, quien escribió en su Diario del ladrón “El gesto o la actitud más insólitos me parecían corresponder a una interior necesidad”. Smith sugiere que el sueño es gratis, pero también el dinero tomado sin arrepentimiento para conducirte a la estratosfera.

“Kimberly” y “Break it Up” se complementan como dos cantigas con notas de soul tipo Motown y que recuperan raíces del rock. Smith habla desde la vulnerabilidad, pero con un espíritu potente que no se amedrenta ante la desolación del mundo sino que nos invita a romperlo para recomenzar su hechura en una suerte de homenaje a Jim Morrison. Con “Land” se alcanza una síntesis que integra los ritmos, las variaciones, la expresión y algidez poética del álbum. Hay una combinación de recursos sonoros que avanzan con el rigor de caballos desbocados y de danza primitiva. Se apuesta por una versificación que va liberándose de las ataduras de lo discursivo y la imposición del sentido en una especie de automatismo surrealista, parte de una imagen de abuso y de violencia que va alimentando la fragmentación onírica y emocional del relato, teniendo presente el espíritu de la narrativa de Burroughs. En “Land” hay un creciente cuestionamiento sobre los temas del disco relacionados con la identidad, las pulsiones de vida y de muerte, así como sobre la posibilidades de que el lenguaje poético sublime al caos reconfigurando la existencia. La profunda “Elegie” cierra el disco con una atmósfera etérea y oscura trazada por la sístole del bajo y el efectismo de la guitarra, los destellos melódicos del piano mecen la dicción de Smith que se va entregando poco a poco a un fúnebre susurro, tributo para Jimi Hendrix quien había muerto en 1970. “Elegie” clausura el álbum dejándonos a merced de la desolación nocturna.

Sin afán de nostalgia, los cincuenta años de Horses traen consigo una nueva manera de escuchar a Patti Smith y de resignificar su propuesta. En aquel año —lo mencionó la artista en varios momentos— existía la necesidad de replantear la narrativa del rock, quizá hoy seguimos necesitando de esas voces que dinamizan muchos de nuestros anclados preceptos. Más que recuperar su esencia, se trata de redescubrir aquello que aún puede revelarnos una obra que cabalgando sobre el paisaje de las décadas pareciera traer un mensaje que ahora nos concierne.

AQ

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Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto
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