Cultura

Ante una escuela de Artes Escénicas

Teatro

Una meditación sobre la fuerza transformadora del teatro y el papel insustituible de la cultura en la universidad pública.

A Ximena Margarita

Hace muchísimos años, cuando estaba por definir la forma de mi expresión literaria, pensé que, tal vez, el teatro era el formato que más se me acomodaba. Había leído, creo que en ese orden: La zapatera prodigiosa, Así que pasen cinco años y La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca; Edipo rey, de Sófocles, y Casa de muñecas, de Henrik Ibsen. Luego, leí La vida es sueño, de Pedro Calderón de la Barca. Esta obra me perforó la cabeza, me hizo escuchar y ver. Pero esta fusión —escuchar y ver— me permitió contemplar, estar ante la visión, percibir el milagro, en lo leído. Seguí leyendo obras de teatro. Muerte en la catedral, de T. S. Eliot; Becket o el honor de Dios, de Jean Anouilh. También leí, y luego releí, Ifigenia cruel, de Alfonso Reyes. Me decidí por el verso. Esto no quiere decir que el teatro me sea ajeno. Todo lo contrario.

Los cantos de chivo, la comedia griega y latina se impusieron como estrellas muy brillantes. Eran referentes, situaciones de vida, anécdotas, que me acompañaban. Cuando descubrí a Hroswitha de Gandersheim, y sus seis dramas medievales, en traducción de Luis Astey, yo ya conocía la obra de Terencio, sus heroínas enredadas en los laberintos del deseo y del deber ser. El teatro siempre establece una complicidad. Me doy cuenta que en el teatro se puede hacer todo, ya que el hecho teatral da por sentada una complicidad entre las diferentes partes que lo integran y el público que lo goza o padece. Pero cuando el público no es el habitual, cuando hay un elemento ajeno al rito que conlleva la ceremonia de la representación, pueden aparecer fisuras que no se logran sortear, y entonces viene el desajuste, la irritación o el desconcierto, la incomodidad, el enojo, la estupefacción.

La poesía está muy cercana al teatro. En los dos la voz es fundamental. Pienso en el poseso, en la persona dramática, que encarna el actor o la actriz. Los personajes de una obra shakesperiana, como los versos de los poetas del Siglo de Oro, son excepcionales, nadie habla así, y nadie es como Ofelia o Cordelia. Hay personas que se distinguen, pero solo hay un Ricardo III. También los apasionados suelen tener arrebatos líricos que los llevan a decir frases deslumbrantes; pero los versos que integran la “Égloga tercera”, de Garcilaso de la Vega, solo están en dicho poema. Esto me lleva a considerar que las obras de teatro, en mayor o menor medida, son poemas dramáticos, poemas escenificados. Y lo que ocurre en dichos poemas u obras teatrales solo ocurre ahí y en ninguna otra dimensión de la realidad. El teatro, entonces, es realidad; una realidad cargada de intensidad, que sufrimos todos: espectadores y ejecutantes. De ahí la complicidad, el acuerdo tácito de las partes.

          La casa terminaba en el cuarto de lavar.

La lavandería era un brazo de tierra

rodeado por el patio de atrás.

Ahí, en ese cuarto tan pequeño,

donde sólo cabía el burro de planchar,

estaban las fotonovelas que leían las muchachas,

los deseos y castigos que ordenaban sus vidas,

la ropa doblada de mi madre

y los accesorios de la cacería

que mi padre, al paso de los años, olvidó

y que yo, en plena adolescencia,

vendría a descubrir.

De niño acompañé a mi padre a la cacería. Mi padre tenía todo un equipo que me fascinaba. Un foco que se ponía con una diadema en la frente. Este foco tenía unos cables que bajaban hasta una batería que iba sujeta a la cintura. Además, unas cartucheras de cuero, que se sostenían del cinto, donde guardaba las municiones de los rifles y escopetas. Al pardear, subíamos al monte en silencio y, al menor indicio de la presencia de la pieza, hacíamos un alto, y solo se oía el rumor del viento entre las ramas. Nos quedábamos congelados, fuera del tiempo. A medida que la noche llegaba el foco de la diadema se encendía y mi padre se transformaba, yo aún no lo sabía, en el cíclope de la fábula de Polifemo, de don Luis de Góngora. Creo que nunca llegué a disparar la escopeta, lo que sí disparé fue un rifle 22. Sin embargo, la única escopeta que recuerdo, y significa en la historia de mi vida, es la que cuelga y es accionada en el último acto de La gaviota, de Antón Chéjov.

          Tengo tres opciones.

La realidad se había mostrado

y nadie había muerto todavía. Era posible ver el brillo de los cubiertos,

el mármol de la mesa y escuchar el ruido de los platos.

La B)., se impuso. Recorrió caminos, levantó tiendas

y una tremenda nube que me habría de acompañar.

La B)., me dio un jardín cuyo atardecer

se mezclaba con las ramas de los árboles y coloreaba unos frutos que,

en realidad, no existían, pero que al tomar la fotografía aparecían como esferas relucientes.

La C)., quedó como un monumento. Envejeció con una gran dignidad

que enternecía por su candidez. No todos están invitados a la mesa del Señor

ni todos coincidieron en las bodas o milagros donde se distinguió

frente a la multitud.

Un manejo más que aceptable,

la cadencia de la frase, pero la anécdota, pese a lo inusitado del imaginario,

no despegaba, no levantaba el polvo, no hacía ondas en la superficie del estanque.

Las reses pueden ser de engorda o de agostadero, y las aves obedecen a los fines

          de lucro de sus dueños.

Hay aves de corral, y de granja; las hay de engorda o de producción.

Esto se relaciona con el ganado, puesto que lo hay de leche y de carne.

Más allá de las opciones pienso en los juegos que va desarrollando un pintor.

Garcilaso, presenta ninfas; Góngora, pastoras. Unas, a la orilla del río; otras,

          entre las peñas del monte.

No hablaré de los laureles ni de las corzas y tritones.

Pareciera que me perdí, pero no, solo puse un claro ejemplo de no seguir las reglas,

de poner cara de sorpresa ante las opciones, sus paréntesis, su columna,

por lo general, cargada a la izquierda.

La A)., que siempre debió ser la primera, se quedó dormida.

La B)., me acompaña. Leo poemas antes que llegue la noche,

y nunca sueño con ellos.

La C)., con su paréntesis y su punto, se quedó fuera de casa, frente a la puerta,

          bajo la nieve.

Cuando fui a Julián aún no tenía pruebas de opción múltiple.

Los arroyos eran ríos, los fresnos daban sombra y el eucalipto se derramaba

          como la Torre de Babel.

Tenía dos perros que me seguían y todo estaba por comenzar.

Era una edad de hierro anterior a la de oro. No había ninfas ni pastoras, solo mi madre

          y mi abuela.

Además, estaba por abrirse la biblioteca municipal.

Mucho tiempo después Carlos García Gual me dijo

que si quería saber de los grandes amores

tenía que leer gran literatura.

Yo, en aquella época, no lo sabía,

y los exámenes, que me tocó contestar, tanto en la primaria como en la secundaria,

eran de opción múltiple, y las cabezas del ganado se me escapaban fuera del corral.

Los pollos, que vendía en la carnicería del pueblo, eran flacos; pollos de granja

que nadie quería y que le regalaban a mi padre cuando compraba el alimento

          para las gallinas

que habrían de poner los huevos que vendería, junto con mi madre,

          en El Rancho La Puerta,

antes que yo conociera los poemas de Góngora y Garcilaso.

Derecho a la cultura
“Hay que exigir el derecho y disfrute pleno de la cultura”. (Archivo Facultad de Artes Escénicas)

Estoy convencido que todos tenemos una única vida. También creo que la realidad tiene muchos rostros, y que una sola vida no nos alcanza para recorrer tal jardín. Tengo un amigo que quiero y respeto mucho, nos vemos una vez al año, nos escribimos poco, pero cuando llegamos a coincidir platicamos, comemos o cenamos, y damos largas caminatas por El Retiro. Vive en Madrid, es un gran lector y, entre las deudas que le debemos, está su traducción de la Odisea, de Homero. También ha traducido a los líricos arcaicos griegos. Un día, caminando por el parque, me dijo, que, si queríamos saber de los grandes amores, de esos con mayúscula como Romeo y Julieta, de William Shakespeare, Madame Bovary, de Gustave Flaubert o Rojo y negro, de Stendhal, teníamos que leer gran literatura.

Carlos García Gual es un hombre que se ha entregado con gran pasión a la vida, y ha vivido mucho. Si yo, que tengo una única vida, veo Esperando a Godot, de Samuel Beckett, entro en una dimensión que no estaba destinada para mí, me enfrento a un sinsentido que me abre los ojos, a un diálogo que me permite escucharme. La realidad, mi realidad, crece y me expongo a emociones y sentimientos que me habrán de acompañar y conformarán a la persona que llegue a ser.

Hay un pasaje en Hamlet donde Ofelia dice una línea tremenda, de esas sentencias que destilan sabiduría. He tenido la fortuna de leer la obra en varios momentos de mi vida, pero fue hasta que leí El mago de Viena, de Sergio Pitol, donde este gran autor hace hincapié en la frase de Ofelia. Dice así la hija de Polonio: “Sabemos lo que somos, pero no sabemos lo que podemos ser” (les recomiendo leer la traducción que hiciera el poeta Tomás Segovia).

Siguiendo con estos lectores avezados que nos dejan señales de luz en la oscuridad y claroscuros en la resolana, está la gran escritora Doris Lessing. Ella estaba convencida que en todas las carreras universitarias debería darse un curso permanente de novela, ya que la novela nos permite vernos como los demás nos ven y no como creemos que somos. Y para terminar con este apartado, que se abrió con la frase de Ofelia, está esta sentencia de Octavio Paz: “Somos aquello que alcanzamos a hacer, y no lo que pensamos que somos”.

Las obras de teatro, al igual que los poemas, novelas y cuentos; sumaría la danza, la pintura, la escultura, la música, el cine, tienen autoría. Estrictamente, en mayor o en menor medida, está la presencia de la ficción, de la creación, del principio de composición. No obstante, y pese a ello, las emociones y sentimientos que provocan en los receptores son reales. El miedo, la alegría, el deseo, el odio, el amor, el despecho, la amistad, la empatía o repulsión, que estas obras susciten, son experiencias de vida que ensanchan y multiplican esa única vida a la que todos estamos condenados. El lector y el espectador, al aceptar ponerse en los zapatos del personaje o de la persona dramática o, en el caso de las artes plásticas, de atreverse a contemplar ese “territorio interior”, como lo califica Yves Bonnefoy, que es la pieza, sale de sí para jugar a ser el otro y ponerse en situaciones, a veces, que no le son cómodas o familiares. Así estará en posibilidad de desarrollar una empatía, de ser empático y respetuoso; es decir, tolerante.

Peter Brook, en una memorable conferencia, prometió develar el secreto, el verdadero fuego de las fraguas de Vulcano, con respecto al fenómeno poético. Declaró, y argumentó, que el secreto del hecho poético era la memoria; que ahí radicaba la tremenda fuerza de la ficción lírica. El poeta griego Yannis Ritsos pasó gran parte de su vida en las cárceles debido a su abierta oposición al régimen instaurado en su país por los militares. Lo asombroso es su gran obra poética, plástica y dramática que, a la fecha, aún se está editando. Selma Ancira ha traducido muchos de sus monólogos dramáticos que son un tesoro vital de experiencia viva. Sus personas descansan en la literatura griega. Así, tenemos una extensa y espesa galería de entes dramáticos que pueblan y repueblan nuestro imaginario. Hay una memoria y una selección, como dijera Georges Perec, que convierten en literatura todo aquello que tocan. Hay una tremenda dimensión vital en cada verso, en cada sentencia, en cada frase, que se dice y escucha. La memoria como instrumento para ver el presente e imaginar el futuro.

Al multiplicarse nuestra vida se extiende nuestro horizonte. La casa es más grande, y no todo tiene que ser de un mismo color. La realidad ya es otra. Siendo la misma, se subraya y magnifica. Ferreira Gullar, un gran poeta brasileño y crítico, afirmó que el arte es necesario porque la vida, la sola vida, no basta.

Desde esta perspectiva la importancia de la extensión universitaria y del disfrute del fenómeno artístico impactan de manera sustancial en la formación integral del estudiante. La cultura no es aquello que viene de lejos, pero estos aires lejanos nos permitirán apreciar aquello que no sólo tenemos cerca, sino que, estrictamente, nos constituye. Entre más expuestos estemos a lo otro, más recursos tendremos para disfrutar y engrandecer lo nuestro. El trabajo de una Secretaría de Extensión y Cultura es ofrecer y exponer a los universitarios a aquello que no está en el cuadrante del precio y la mercadotecnia. Eso ya lo tienen, quiéranlo o no, son las leyes del mercado. La Universidad debe ser un sitio donde lo local sea un descubrimiento cotidiano a través de una lente regional, nacional e internacional, que nos permita ser ciudadanos de nuestro tiempo. Que nos incline a la reflexión, al pensamiento crítico, a la creatividad y al conocimiento de la tradición, que es el verdadero sabor del humanismo. O como dijera la poeta Marina Tsvetáyeva, palabras más, palabras menos: “Caminar hacia delante, pero mirando hacia atrás”. Porque siempre llega, más temprano que tarde, el tiempo de ensayar respuestas.

Para cerrar esta reflexión, que se me confunde con un credo de vida, quiero narrarles una breve historia que me impulsa todos los días en mi trabajo, tanto como docente, como funcionario universitario.

Yo había leído teatro, incluso, intenté escribirlo. De ese trabajo, los dioses se apiadaron y no quedó ninguna huella. Había leído teatro, pero, realmente, no lo había visto. No tenía más de diecisiete años y ya estaba en Monterrey. Comenzaba mi carrera de Letras y un día, no sé cómo, pero sin duda, fue mi día de suerte, en el Aula Magna fray Servando Teresa de Mier (en ese entonces no sabía que así se llamaba) se estrenaba Marat/Sade, de Peter Weiss, bajo la dirección del maestro Sergio García. La sala estaba llena, el escenario también. Me quedé espantado, de piedra, como el convidado de Tirso. Estaba totalmente impactado de aquello que me tocaba ver, escuchar y vivir. El teatro, el gran teatro del mundo, se me revelaba, y era tanta la energía que me anegaba, que barría conmigo. Fue, a todas luces, una gran experiencia de vida que me abrió puertas y ventanas, que me impulsó a ser lo que he llegado a ser. Y detrás de todo ese talento encendido estaba una institución pública de educación superior: la Universidad Autónoma de Nuevo León. Ahora me toca a mí colaborar con esta noble tarea de “introducir fuego sin derribar muros” (como cantara Góngora), de ensanchar la línea del horizonte.

Una política de extensión universitaria debe aspirar a ser una columna fundamental en la formación integral del universitario; brindarle la oportunidad a muchos jóvenes de reconocerse y valorar su entorno cultural, de ser protagonistas de su tiempo, de vivir muchas vidas, de acumular una riqueza desbordante y enérgica; de hacer suyo un tesoro que ya les pertenece, pero que hay que exigir: el derecho y disfrute pleno de la cultura, de nuestra cultura, de aquello que marca la diferencia y distingue y pondera nuestra humanidad sin cortapisa alguna. Desde esta perspectiva, ser estudiante, en nuestro país, de una universidad pública, nos sitúa, incuestionable y categóricamente, en un rango de privilegio. Somos universitarios y tenemos toda la vida por delante, pero también una deuda que mucho nos honrará y favorecerá, como comunidad, saldar.

AQ

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