La migración es el modo originario de la vida humana, como cazadores y recolectores; los asentamientos, las sedes y los cuerpos gordos llegaron mucho después, con la revolución agrícola. La propiedad de tierras es un invento que requiere defensas contra los invasores, pero una vez lograda la estabilidad de los asentamientos, el Homo sapiens invirtió la narrativa y la mecánica mental, como si la residencia fuera un hecho natural, y no lo que es: una invención, una imaginación que suplanta a la naturaleza con instituciones simbólicas: el derecho de propiedad.
También es verdad (como ha señalado Marshall Sahlins, en La ilusión occidental de la naturaleza humana, FCE, 2011) que el ser humano no nace en estado natural: lo precede la cultura. Antes de nuestra especie, nuestros homínidos precursores desarrollaron actividades simbólicas: hablaban, construían, cocinaban sus alimentos, tenían rituales para sus muertos y usaban herramientas.
Y no es buena idea, después del siglo XVIII, dirimir qué cuenta como origen, si la cultura o la naturaleza. No hay salida: son ambas y con frecuencia resultan recíprocamente excluyentes. Pero aquí vamos de nuevo: la libertad de movimiento es un derecho humano, además de una facultad natural. Ambas cosas. La propiedad, igual: otro derecho.
Para entender el conflicto construimos analogías: la balsa, la isla, el compartimiento cerrado de un tren, lugares con fronteras que sirvan de microcosmos para observar comportamientos. Hans Magnus Enzensberger escribió un estupendo ensayo, “La gran migración” (que ahora forma parte del libro Ensayos sobre las discordias, Anagrama), para explorar las distintas imaginaciones de espacio y las primitivas conformaciones de grupos: cuando suponemos una anterioridad, o una propiedad respecto de un espacio, nuestras reacciones ante los intrusos dejan ver una ferocidad (y “fiera”, decía Tomás Segovia, “es quien no se comporta según los símbolos”) ajena a toda racionalidad.
En principio, se trata de un orden de actos que desafía nuestra sintaxis cultural. Estamos persuadidos de que el que ingresa es agresor, salvaje, fiera, y que debemos defender nuestros espacios. La narrativa que le sale tan provechosa a Donald Trump. Y olvidamos que las cosas también tienen una historia coherente al revés: cuando Ulises y su tripulación ponen pie en la isla de los cíclopes, nadie duda de que el salvaje no es Ulises, ni sus griegos, sino Polifemo, que come carne cruda, sin compartir la mesa, no observa la reglas de la hospitalidad y los cíclopes no tienen asambleas política: serán muy semidioses, pero no importa que sea el dueño de su isla, su cueva y sus chivos: los cíclopes son fieras.
Y lo mismo los habitantes de Sodoma, o de la tribu de Benjamín (Jueces, 19-21). No importa si es caserío, ciudad o nación, pertenecer a un territorio, no implica que la sintaxis tradicional se cumpla: ni el inmigrante, ni el lugareño, son por necesidad ni salvajes, ni ajenos a los símbolos ni enemigos.
Por décadas, el mundo de los asentamientos venía ganando terreno a la barbarie de sus propias concepciones y aceptando una verdad que simplemente no se puede negar: las migraciones no se van a detener, son un hecho constante en la historia y, además, desde hace un par de siglos, descubrimos que les asisten los símbolos: el derecho de moverse en libertad. Derecho que choca con otro: el de las naciones a preservar sus fronteras.
De Donald Trump no esperamos sensatez. Goza su crueldad como los habitantes de Guibea, o los cíclopes. Pero México está en un lugar extraño: una admirable historia de declaraciones, principios y voluntades expresas en leyes y acuerdos internacionales, por supuesto traicionados y atropellados en una práctica criminal de uso y abuso de los migrantes. Antes podíamos ser los buenos en el show. Ya no. Con los cambios actuales, no queda sino un doble fingimiento: somos Ulises ante el norte y Polifemo frente al sur.
Y hacia todos lados, la despreciable agravante de la pobreza, porque, como dijo Enzensberger:
“Una respetable cuenta corriente acaba como por arte de magia con la xenofobia... La palma se la llevan en este aspecto los narcotraficantes y los traficantes de armas, de la mano de los banqueros que les blanquean el dinero negro. No conocen razas y están por encima de cualquier nacionalismo. Probablemente sean los únicos en todo el mundo que no conocen prejuicios. El forastero será tanto más forastero cuanto más pobre sea”.
ÁSS