El cine es de todas las artes el que más debe contar, el que más cuenta inevitablemente, con la apariencia de las cosas: ha nacido de la fotografía, es decir, de la copia de la luz en sus accidentes espaciales y temporales. Ningún arte necesita tanto como el cine la existencia de un mundo exterior a él. Si el pintor y el músico pueden revertir la mirada y el oído hacia un mundo interior puramente mental, o espiritual, el cineasta debe antes mirar y oír a su alrededor, siquiera sea para tomar los elementos con que luego, en su adentro mental o espiritual, formará la obra.
Ningún arte ha recurrido tanto como este al catálogo de las cosas y los seres existentes: ciudades, mares, selvas, desiertos, hombres y mujeres, animales, lluvia, sol y viento aparecen con su imagen “natural” en el cine. El camarógrafo los recoge como repeticiones de ellos mismos. Lumière registra la llegada de un tren a la estación como un mero hecho que confiar a la memoria del celuloide. Cinematografista, no sueña con ser cineasta, no pretende que la llegada del tren a la estación esté expresando otra cosa que eso, y mucho menos pretende expresarse él a través de esa “imagen animada”. De cualquier modo, podemos vislumbrar algo de la concepción del mundo de Lumière en dicho filme, porque el cinematografista por algo ha escogido ese hecho y no otro, ese ángulo y no otro. A través de los filmes de Lumière vemos qué cosas atraían la atención del inventor del cinematógrafo, qué elementos del mundo consideraba filmables, es decir, qué partes o momentos de la realidad le parecían dignos de atención. Él creía en esa realidad como algo unitario, concreto, que estaba allí esperando, tan solo, que alguien lo recogiera.
Méliès, en cambio, deja de interesarse en filmar la realidad, la verdad, y decide convertir la cámara de cine en un instrumento que concreta mentiras o ilusiones. Inventa los trucos, usa trampas, falsas perspectivas, argumentos fantasiosos. En lugar de recoger la realidad con su cámara, construye otra realidad mediante la imagen. Alguna vez se ha dicho que la historia del cine oscila entre estos dos polos: cine que cree en la realidad, cine que cree en la imagen. Pero la distinción es difícil. En realidad, no hay cineasta que, a la vez, no esté recogiendo la realidad y dando una imagen como realidad. La cámara es prolongación de la mirada, sea; pero toda mirada se resuelve en la mente, toda mirada es una lectura del mundo, de sus signos y cifras. ¿“El cine es una ventana a la vida”? Tal vez, pero esa ventana puede estar abierta al paisaje natural, preexistente, o a un jardín artificial que existe solo para esa ventana. Aun en el primero de los dos casos, el punto de vista y el espacio enmarcado dan una significación al paisaje, lo subjetivizan, lo cargan de pensamiento o de emoción. No hay nada de “naturalismo” en la idea de cine como ventana a lo real. La ventana es algo que escoge en la variedad y virtual infinitud de lo real; la ventana es un acto del pensamiento y de la voluntad, una creación.
El hecho de que las cosas estén en la pantalla para ser vistas no es más que el primer requisito; el fin es que las cosas nos hablen de algo que las trasciende: todo modo de filmar el mundo físico implica una metafísica, una busca de la esencia a través de la apariencia.
ÁSS