Cultura

Por favor, aplauda: un gesto en ruinas

Ensayo

Entre el entusiasmo espontáneo y la hipocresía, este texto cuestiona el sentido del aplauso, su vaciamiento simbólico, su contagio y su transformación en protocolo obligado más que en manifestación de asombro o júbilo.

Aun el aplauso del necio agrada al sabio

(Augusto Monterroso, Lo demás es silencio)

Leí hace no mucho que la ovación más larga que ha recibido una película en el Festival de Cannes fue de 22 minutos; la nota lo decía a propósito de la última película de Joachim Trier que sólo logró 19 minutos. Lo pensé de nuevo al finalizar una obra de teatro a la que asistí, cuando por el segundo minuto de aplausos las manos ya no me respondían. La cuantificación del mundo avanza, los minutos de aplausos significan algo, ¿pero qué?

Dentro de los protocolos, las “maneras de mesa”, para vivir en sociedad, son necesarios ciertos principios y una hipocresía inmensa. También, por supuesto, algunos gestos. La mayoría de ellos parten de una noción, cada vez más limitada, de cortesía o educación: ceder el paso, dar los buenos días, decir salud cuando alguien estornuda. Pero hay uno de ellos que nos pasa por alto: el aplauso.

Me doy cuenta de la innaturalidad del aplauso. Sucedáneo imperfecto de otros gestos: el abrazo, la felicitación, el chiflido, el cumplido. Todos laudatorios. Quiero creer que en el principio fue el movimiento junto al sonido; las ganas de juntar dos sentidos en uno solo: el clap, clap incesante frente a la maravilla. Se dijo: hágase la luz, y ante el asombro Adán o Eva aplaudieron (¿de ahí vendrán las lamparitas que responden al aplauso? misterio teologal).

Pero eso es sólo una cara de la moneda. El aplauso es también máscara, disfraz de oscuros e inconfesables deseos; apéndice visible de la más vil hipocresía, o de plano la burla. No es infrecuente pensar en quien aplaude lentamente, casi sin ganas y con ademán de cansancio como para hacer patente su disgusto, la ironía. Tampoco en el aplauso burlón dirigido a quien, por ejemplo, ha roto un vaso o hecho el ridículo. El aplauso es un privilegio de la crítica, quien junta las manos está juzgando.

Pero para ser eso, algarabía o mofa, aclamación o desaire, el aplauso debiera ser en primer lugar algo reservado, un gesto escogido dentro de un gabinete de ademanes. Es decir, tendría que ser un ultimísimo recurso y no, como hoy en día, moneda corriente que se da casi sin nada a cambio. ¿Qué valor puede tener algo que exige tan poco para hacerse presente?

Creo que uno de los males modernos reside en la falta de seriedad de los aplaudidores. Cofradía de cobardes y malintencionados, extendidos por la faz de la tierra. Sin importar su falta de credenciales o legitimidad, han decidido que el esfuerzo que exige mover los brazos y hacer coincidir las palmas de manera rítmica no merece mayores motivos. Saben que un aplauso dado en el momento y circunstancia apropiados basta para desencadenar el resto. Hay algo que emparenta al aplauso con el bostezo: el contagio.

La propagación del aplauso responde al carácter gregario del ser humano; a quien prefiere estar mal acompañado que solo. Supone, en primer lugar, una tendencia a la falsedad y el fingimiento –emparentado por ello con la risa forzada. Lo aprendí en la universidad: el aplauso mecánico después de cada mediocre y olvidable presentación (los alemanes lo han perfeccionado al punto en que sólo usan una mano para golpear arrítmicamente la mesa al finalizar una clase); lo reforcé en una beca literaria: aplauso-resorte en cuanto alguien terminaba de mal-leer un mal-poema. ¿Quién tendría valor de faltar a la aplastante unanimidad del aplauso? Es un motor que necesita de todos los engranes; so pena de quedar excluido, de ser un paria. Peor aún, de mostrarse engreído o grosero ante el artista y su público.

En segundo lugar, el aplauso ha perdido su fuerza emotiva. Esporádicos y espontáneos, los aplausos originales —esos dados al principio de los tiempos— tendrían la fuerza del canto, el ánimo del baile, el llamado a la comunión. Los aplausos verdaderos: los de quienes bailan aplaudiendo, los de quienes acompañan la risa de las palmas.

Ahora, son uno más de los muchos fenómenos sonoros de nuestro día a día; tan poco cosa son que pueden darse en un mitin político o una oficina de gobierno. Ni conmueven ni significan. Lo demuestran los programas con risas y aplausos grabados, el casi-ensayado aplauso al finalizar un discurso y el aplauso condescendiente que se da para no herir susceptibilidades ajenas. El aplauso contemporáneo está en las antípodas de la autenticidad, de la natural y franca disposición a la felicidad.

¿Qué haremos con tanto aplauso obligatorio, con tanto clap clap tibio y desganado? Ante tanto ruido insensato y mecánico qué podría haber mejor que el silencio (imposible, por otro lado, de interpretar). Quizá el único aplauso al que me uniría es ese del que habla El Príncipe cuando canta: “Pido un aplauso para el amor, que a mí ha llegado”. A esa marejada de manos enloquecidas por la unión de dos amantes podría sumarme, siempre y cuando no dure 22 minutos.

Julio González es ensayista y editor de Nexos

AQ

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Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto
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