DOMINGA.– Durante tres sexenios, José Antonio Lugo fue una voz detrás de otras voces. Un escritor invisible que moldeó las palabras que pronunciaban los presidentes de México. De Vicente Fox hasta Enrique Peña Nieto, su pluma dio ritmo a la solemnidad, emoción a la diplomacia y precisión a los silencios del poder.
Hoy, lejos de los reflectores, este hombre de 64 años sigue escribiendo. Pero ya no redacta para los que poderosos que gobiernan el país, sino para el alma. Su pluma, antes política, ahora es mística. Lugo cambió la estadística por la carta astral, y las metáforas del Estado por los arcanos del tarot.
Licenciado en Letras Francesas, maestro en Literatura Comparada por la UNAM y doctor en Teorías Estéticas por la Universidad de Guanajuato, su misión era que cada discurso pareciera nacer de quien lo decía, no de quien lo escribía. “El texto no era mío, era del presidente”, dice y repite. “Mi deber era cuidar su voz, su imagen, su historia”.
Cuidar. Esa palabra que en esos años de alternancia significaba proteger la investidura presidencial, con los años tomó otro sentido. Hoy ya no cuida discursos ni reputaciones. Cuida almas.
Lo visito un sábado de agosto en su departamento de la colonia Mixcoac, en la Ciudad de México. El lugar está lleno de libros de filosofía, novelas, historia y lo custodian Guela y Popota, sus gatos, llamados así por los personajes de una de sus novelas favoritas: El maestro y Margarita, del escritor soviético Mijaíl Bulgákov. Veo que proyecta en la pantalla la rueda zodiacal con mi carta astral, y comienza a dar referencias de mi vida pasada y actual.
Lejos de Los Pinos, del protocolo y de las urgencias del poder, José Antonio Lugo volvió al tarot y a la Astrología, pasiones que ya lo acompañaban desde la universidad en los años ochenta. Todo comenzó por casualidad. Una compañera de la carrera le pidió que la llevara con una astróloga y, para que no fuera sólo de chofer, lo convenció de sacar una cita también. Aquel encuentro marcó su rumbo.
Su voz –antes al servicio del poder– hoy es brújula para quienes buscan sentido. “La literatura y el tarot interpretan símbolos”, explica. A diferencia de la ciencia, acá no se busca demostrar, sino expresar. Los astrónomos estudian los planetas como cuerpos físicos; los astrólogos, como símbolos. Lo tiene claro, pienso al escucharlo hablar. El discurso –un poema– y la carta astral son arte. Cada uno con sus propias formas de interpretar el mundo.
Las personas que hoy vienen a consultarlo son colegas suyos, escritores, periodistas, perfiles de clase media alta y alta. Cuando le pregunto si se ha promocionado alguna vez de manera pública, como en redes sociales para atraer a consultantes, de tajo y de inmediato responde que no: a él, sólo se llega por recomendación, el boca a boca y la razón es de peso. Esto en la lectura del tarot y de la carta astral es indispensable: “la confianza”.
Esta es la historia de un hombre cuyas coordenadas no predicen, sino revelan quiénes somos y adónde vamos.
La pluma detrás de los discursos de los presidentes
Su historia con la élite política comenzó –sin saberlo en aquel momento– entre los pasillos del Centro Universitario México (CUM), cuando uno de sus compañeros de generación, Alejandro Reynoso del Valle, le ofreció ser parte de su equipo de escritores. Éste regresaba de su doctorado de Economía en el Instituto de Tecnología de Massachusetts y trabajaba como coordinador de asesores de Pedro Aspe, secretario de Hacienda de Carlos Salinas de Gortari.
Embelleciendo textos políticos para su compañero del CUM –y por recomendación de Enrique Krauze, luego de haber ganado una beca literaria–, José Antonio entró más tarde al equipo de discursos del gabinete de Vicente Fox. Entonces, detrás de cada palabra presidencial había un pequeño ejército de ocho escritores: doctores en letras, filósofos, historiadores, economistas.
Todos escribían, corregían pero, sobre todo, pensaban. “Uno no escribe para sí, sino para el otro. Había que ponerse en sus zapatos y hablar con la voz del presidente [de México]. Cuidar al jefe, porque de lo contrario surgen errores imborrables”. Errores como aquel 16 de octubre de 2001, cuando Vicente Fox –en el II Congreso Internacional de la Lengua Española en Valladolid– se refirió al escritor Jorge Luis Borges como ‘José Luis Borgues’.
“Ese discurso no lo escribimos nosotros”, aclara negando con la cabeza durante la entrevista con DOMINGA. Lo encargaron a terceros. Uno de los coordinadores pidió ese discurso a Gonzalo Celorio, entonces director del Fondo de Cultura Económica, pero él a su vez se lo encargó a Daniel Goldin, quien no lo escribió para Fox, sino para Celorio. Había unos 80 nombres en el texto. Si a un presidente, como Vicente Fox, le das 80 nombres, se va a equivocar.”
La lección que se le quedó a José Antonio es que había que evitar a toda costa la improvisación en la comunicación política.
“Un amigo psicoanalista lo resumía muy bien: cuando el inconsciente habla dice lo que se le ocurre. Es ahí donde existe el riesgo de que salga la misoginia o el racismo de cualquier persona”, afirma. Para contextualizar, recuerda esa frase sexista de Fox que usó para referirse a las mujeres: “lavadora de dos patas”. Por eso, dice, el primer mandamiento del discurso político es evitar la improvisación. “A falta de guión, sale el inconsciente y, con él, los tropiezos imborrables.”
En 2010, Lugo publicó junto con Yolanda Meyenberg Palabra y poder: manual del discurso político, editado por Grijalbo. Un intento por llenar el vacío bibliográfico en México y profesionalizar un oficio que, hasta entonces, se aprendía sólo con la práctica.
“Creamos este manual porque vimos que la bibliografía sobre los discursos políticos estaba nomás en inglés y aún no había nada en español. Es más, ni siquiera había manuales en inglés, se trataban solamente de tesis de doctorado convertidas en libros”, asegura.
José Antonio Lugo aprendió a modular su pluma según la personalidad de tres presidentes. Con Vicente Fox, todo era libertad. “Él sabía quién era y también conocía sus límites. Más que un intelectual, era un empresario. No pretendía imponer nada”, recuerda. Ese margen permitió a los escritores jugar, proponer, darle alma a los discursos sin miedo a la censura.
Con Felipe Calderón, la historia fue distinta. Rígido, meticuloso, obsesionado con las palabras. “Le ponías una frase y decía: ‘no, no, no… ponla como la dije en tal discurso’. Algunas las repitió más de 80 veces.” En ese sexenio, la creatividad se subordinó al control. Con Enrique Peña Nieto, en cambio, reinó la cortesía. Amable, cercano, confiado. “Nos dejaba trabajar muy bien”, dice Lugo.
De los tres, el más difícil fue Calderón. “Fox y Peña confiaban. Calderón no. Y hablo a título personal”.
El tránsito hacia el universo
Hoy, lejos de los reflectores, José Antonio sigue escribiendo. Pero ya no redacta para el poder, sino para el alma. Su pluma, antes política, ahora es mística. Cambió la estadística por la carta astral, las metáforas de Estado por los arcanos del tarot.
Dejó de escribir discursos debido a que ese equipo, de por lo menos ocho personas, que se profesionalizó durante varios sexenios para cuidar las voces de los presidentes de México, se desintegró con la llegada de Andrés Manuel López Obrador. Ese cambio en la estructura del poder llevó a Lugo de los discursos a la edición de libros en filosofía, de libros literarios y a su pasión por la astrología.
José Antonio ha publicado más de una docena de libros que transitan del cuento a la novela, del ensayo literario a la crítica de arte, del taichí a la grafología y las flores de Bach. Fundó su propia editorial, El Tapiz del Unicornio, un sello independiente que ha reunido voces tan diversas como Braulio Peralta, Fernando Solana Olivares, Luis Ignacio Sáinz, Armando González Torres, Benjamín Valdivia, el desaparecido Eusebio Rubalcaba y Armando Alanís. De 1981 a 1985 fue escribano de Juan García Ponce, quien le dictó Inmaculada o los placeres de la inocencia.
Para él, escribir y editar son también actos de interpretación: otras formas de leer el mundo, otras hermenéuticas.
Su tránsito del papel membretado de Presidencia a las cartas del tarot –guardadas en elegante caja de cartón– y de la retórica del poder a la simbología del universo, sucedió casi de manera natural. José Antonio encontró en la Astrología un lenguaje paralelo al de la Literatura, pues ambos buscan descifrar la condición humana. Hablan del momento, de las tensiones, de los tránsitos.
Aprendió de Luis Lesur, uno de los grandes astrólogos mexicanos, y se fascinó con la idea de su mentor de que la Astrología, como el arte, no pretende ser ciencia, sino sentido. Que sus coordenadas no predicen, sino revelen.
“Los astrónomos estudian los planetas como cuerpos. Nosotros los estudiamos como símbolos”, suele decir.
Con Lesur coescribió Los signos del zodíaco y su clave mitológica, editado en 2015, un libro donde conectan la Astrología con los mitos griegos para explorar la psique humana. Cada signo, explica, nace de una historia ancestral: Géminis, de los hermanos Cástor y Pólux, hijos de la reina Leda, eran conocidos por su hermandad inseparable. Pólux era hijo del inmortal Zeus, mientras que Cástor era hijo del mortal Tíndaro. Cáncer, del cangrejo enviado por la diosa Hera para enfrentar a Heracles; Piscis, de Afrodita y Eros transformados en peces para huir de Tifón; Leo, del león de Nemea que más tarde se convirtió en constelación.
En su consulta, José Antonio mezcla el tarot y los astros: el tarot responde al presente inmediato; la carta astral revela el propósito profundo. Entre ambos se dibuja la ruta de quien lo consulta.
En su casa me ofrece un par de cafés y me invita a grabar la sesión sobre la lectura de mi carta astral con mis datos ya calculados, según mi fecha y hora de nacimiento.
“En el caso de la Astrología, simplemente, el que alguien te describa desde otra perspectiva, es valiosísimo. Uno siempre se ve de frente, pero el astrólogo te va a decir cómo te ves de lado. Y eso ya es ganancia”, asegura.
Sin más información, comienza a hablar: menciona mi renuncia reciente, mis mudanzas, mis viajes, incluso los temas de mis coberturas, la relación con mi mamá. Los astros le revelan datos que pocos conocen. Tras casi una hora de lectura, pasamos al tarot: preguntas urgentes, materiales, íntimas.
Cada consultante llega con una duda distinta pero todos, en el fondo, buscan lo mismo: entender quiénes son y hacia dónde van.
“La carta astral no te dice cómo eres, sino hasta dónde puedes llegar”, explica. “Y el tarot, a veces, sólo te recuerda que la vida sigue esperándote.”
Cuando mira atrás, José Antonio encuentra un paralelismo entre ambos oficios: el del discurso y el de la Astrología. En los dos, el principio es el mismo: la empatía. Ponerse en el lugar del otro. Escuchar antes de hablar. Servir con la palabra.
“Escribir un discurso o leer una carta astral es lo mismo: mirar al otro desde otro ángulo. En ambos casos uno tiene que desaparecer un poco para que el otro aparezca”.
Su historia, al final, no es sobre misticismo ni política, sino sobre transformación.
De cómo una vida puede pasar de la solemnidad del poder a la intimidad del alma sin perder coherencia. Porque, como dice, “los símbolos cambian pero el propósito sigue siendo el mismo: comprender la condición humana”. Y quizá por eso, cuando barajea las cartas o calcula el ascendente de un consultante, José Antonio sigue haciendo lo que ha hecho toda su vida: escribir discursos. Sólo que ahora, los dicta el universo.
GSC/MMM