Cultura

David Bowie: el corruptor de estilo

Memoria

Si no recuerdo mal, el primer día que me topé con Bowie venía huyendo de los Bee Gees. Y del colegio. Y de la casa. Y de mi propia sombra, que por entonces me parecía ridícula, como mi vida toda y casi el mundo entero. Alumno problemático, gamberro adolescente, pornógrafo amateur, llegué a la casa con un nuevo disco cuya sola portada provocó que no solo mis padres, sino hasta mis amigos elevaran el grito a las alturas. ¿Qué me estaba pasando? ¿Me estaba corrompiendo? ¿No me daba vergüenza, asco además, traer tamaña imagen bajo el brazo? ¿Se daban ellos cuenta, a todo esto, del placer que me daba escandalizarlos? No había ni escuchado la primera canción de Aladdin Sane y ya empezaba a ver a mi pandilla como a unas solteronas persignadas.

Tantas eran mis ansias que empecé a corromperme por el lado B. Un piano socarrón, de aires cabareteros y un pelito siniestros, antecede al fraseo pasional y escabroso de una voz que se arrastra del susurro al jadeo, camino de un aullido seminal que llegará cual clímax arcangélico a premiar las cosquillas que con gran impaciencia le precedieron. ¿Y cómo no pasmarse a medio drama, una vez que la música se esfuma y de la voz cantante queda solo un resuello bestial, febril, obsceno, suplantado de golpe por la guitarra tétrica y la vuelta gloriosa de esa pieza teatral vestida de canción, tras cuyo arribo nada fue ya igual?

“Yo no maté a los años sesenta, solo llegué a barrer con los cadáveres”, confesaría el propio David Bowie, muchos años después del cataclismo que a algunos nos partió la vida en dos. Pensaba por entonces que éramos unos cuantos los extraviados (y no existía un Twitter para desmentirme), pero esa sensación de mirarte extranjero, anómalo animal, ajeno entre los propios y raro entre los raros, implicaba de pronto la soberbia insolente de quien le ha visto al hoy la cara de anteayer y se le acabó el tiempo para mirar atrás.

Las lecciones del nuevo profesor, plagadas de histrionismo licencioso, no tenían que ver, como habrían temido mis mayores, con aprender a usar delineador y rímel, sino con el más ambicioso empeño de jugar a inventarse desde cero. Por antojo o capricho o mero morbo. Si los antecesores del divo transformista clamaban nada más que por ser libres, él prefería ser otro, y otro, y otro, nunca con el objeto de asimilarse al paisaje vigente, siempre con la intención de tomar su estrambótica distancia y resistirse al yugo de lo usual. Justamente lo opuesto al mimetismo: los “camaleones” somos sus seguidores.

Peregriné, a lo largo de unas cuantas semanas, por la discografía del amo del estilo como se va de viaje entre planetas. De poco o nada me alcanzaba un álbum para hallar mi camino en el otro, si poco les faltaba para ser antípodas. ¿Mas qué era ese despiste deslumbrado sino la meta misma de la travesía? La única certeza que dejaba saltar de las aristas lúgubres de “All The Madmen” a la caricia lúbrica de “Sweet Thing”, y de ahí al contoneo tenaz de “Fascination” (por citar solo tres de sus ch–ch–ch–changes), la sola garantía vigente y fidedigna, estaba en la inminencia del próximo viraje.

Nadie tuvo tanto éxito dando la espalda a su éxito. El corruptor de Brixton se afirma a fuerza de anularse, dice y se contradice por una suerte de lujuria estética que es en sí misma el fin y los medios, ahí donde lo ambiguo es lo único exacto y el salto vale igual que el resbalón. Va adelante de todos, asume que el azar es parte de sus planes, se diría que juega a la ruleta rusa con el mentado espíritu de la época, en condiciones francamente arbitrarias. Como tantos genuinos, es maestro en saqueo e impostura. Nadie mejor que Bowie conocía las ventajas de la audacia para marcar los dados, o en su caso las balas escondidas. Lo suyo era hacer trampa, con el móvil del arte, la coartada del pop y el agravante de la impunidad.

Si quisiera abundar en torno al tema Bowie, terminaría contando mi vida, toda vez que su influencia ha sido lo bastante persistente para llamarme vástago de Ziggy Stardust. Bowieano al fin, no obstante, aborrezco el chantaje de la nostalgia. Si ahora mismo escucho una versión en vivo de “Time” y me retuerzo como rata con rabia, es porque estos sonidos insisten en hablarme del mañana y arrastrarme hacia él, pecaminosamente. Y si a continuación el aparato salta cien años adelante hasta “Warszawa”, miraré una vez más hacia el presente como a una edad de piedra que se ignora.

Es poco y relativo lo que creo saber de David Robert Jones, acaso porque Bowie solía esmerarse mintiendo al respecto. De él aprendí que no hay más grande subversión que aquella que se emprende en contra de la propia identidad. “Yo es otro”, descubrió Rimbaud, y Bowie llevó el juego hasta el último exceso. Ya entrados en extremos, ¿qué otra cosa es Blackstar, su álbum–epitafio, sino el más alto intento de fundir vida y obra narrando su agonía? ¿Cuántos artistas son tan poderosos para encontrarle un sentido a su muerte? ¿Quién osaría decir que el Thin White Duke se fue sin despedirse?

Hey, David!”, solté como si nada y lo tomé del hombro, cual si lo conociera de toda la vida. ¿Y no era así, por cierto? Hacía media hora que había terminado el concierto y me había yo colado al aftershow, decidido a cruzar con la leyenda unas pocas palabras quizás insustanciales —small talk, que le llaman— y no obstante, a su modo, decisivas para un Scary Monster honorario. Le saqué un par de risas, en todo caso, antes de que otros veinte como yo nos cayeran encima para llevárselo. Corría el 97, era la cuarta vez que lo veía encima de un escenario, creía por entonces que ya vendría la quinta. Daba también por hecho —wishful thinking, le dicen— que algún día tendría que volver a encontrarme con ese David simple, afable y risueño que hace unos pocos días tomó el mismo camino del Mayor Tom.

Suele decirse, en momentos como éstos, que el más grande homenaje al hoy ausente consiste en acercarse a su trabajo, pero ya el transformista se me adelantó. Su despedida ha sido el lanzamiento de su última apuesta, y él lo ha sabido desde el primer instante. Aun en el otro mundo, David Bowie nos tiene sometidos a su juego de espejos, ficciones y antifaces. Es decir que no tengo más palabras: solo me queda subir el volumen.

Y otra vez: gracias, David.

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Xavier Velasco
  • Xavier Velasco
  • Narrador, cronista, ensayista y guionista. Realizó estudios de Literatura y de Ciencias Políticas, en la Universidad Iberoamericana. Premio Alfaguara de Novela 2003 por Diablo guardián. / Escribe todos los sábados su columna Pronóstico del Clímax.
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