El ciberacoso comenzó casi sin hacer ruido: un gesto, un mensaje, una notificación. El mensaje decía: “¿Por qué no me contestas?”. Renata lo leyó mientras estaba en su casa. Era octubre de 2019 y pensó que ignorarlo sería suficiente. Pero no lo fue. El chico, su compañero de la secundaria, alto y callado, con fama de no tener amigos, empezó a escribirle todos los días. Al principio parecía inofensivo.
Luego, los reclamos se volvieron rutina. “Le comencé a hablar porque me daba tristeza verlo siempre solo”, dice Renata, de 15 años, en la Ciudad de México.
“Pero confundió mi empatía con otra cosa. Fui muy clara en que no quería nada con él. No sé si no quería entenderlo o si creía que podía convencerme.”
Un día discutieron en el patio de la secundaria. Él, furioso, le levantó la mano y, aunque no la golpeó, el gesto bastó para que todo cambiara. Renata habló con las autoridades escolares. Le dijeron que no exagerara, que el chico “sólo necesitaba atención” y que probablemente “no sabía cómo expresarse”. Un profesor incluso bromeó: “Si estuviera guapo, ¿seguiría siendo acoso?”.
En una secundaria de la Ciudad de México, Camila tenía 13 años cuando empezó a recibir mensajes parecidos. Los suyos no venían de un rostro conocido, sino de tres cuentas falsas de Instagram. “Sabía que eran de mi escuela, pero nunca supe quiénes”.
Al principio los mensajes eran insultos generales. Luego, ataques directos a su físico y a su forma de ser. “Yo ya era muy insegura. Lo que me escribían solo confirmaba todo lo que pensaba de mí.” Camila no se lo contó a nadie. “Si lo decía, tenía que repetir lo que escribían, y me daba pena.”
Con el tiempo, aprendió a protegerse: puso su cuenta privada, eliminó seguidores, borró fotos.
“Ahora todo lo que subo tiene que estar perfecto.” Pero también, sin darse cuenta, empezó a repetir lo aprendido.
En la misma etapa en la que era acosada, participó en una cuenta falsa que se burlaba de otros compañeros.
“Repetí lo que me hicieron sin pensar. Era tan común, tan normalizado, que ni siquiera lo veía como algo malo".
Dos de cada 10 mujeres padecen ciberacoso
Un estudio de la ‘Revista Mexicana de Investigación en Psicología’ (2013) documenta cómo algunas víctimas de acoso escolar terminan replicando conductas agresivas.
La investigación señala que los daños psicológicos, como la baja autoestima y la paranoia, pueden llevar a los jóvenes a actuar de manera defensiva, atacando primero para no ser ellos atacados. La dinámica familiar también juega un papel crucial, ya que un entorno familiar disfuncional puede influir en la transición de víctima a agresor.
En ambos relatos, el acoso comenzó casi sin hacer ruido: un gesto, un mensaje, una notificación. Y en los dos, quienes debían protegerlas (escuela, adultos, redes) fallaron.
Según cifras del Módulo sobre Ciberacoso del Inegi, 22.2 por ciento de las mujeres usuarias de internet fueron víctimas de algún tipo de ciberacoso y, las mujeres jóvenes son más susceptibles. El espacio digital amplifica lo que ya existe fuera de él: el control, la burla, la necesidad de dominar al otro.
No es casual que ambas historias resuenen con la publicada hace unos días en DOMINGA: “Nueve ex empleados la atacan con violencia digital: ‘ningún abogado hombre quiso defender mi dignidad’”, de la periodista Claudia Solera. En esa nota, Alejandra Petatán, una publirrelacionista relató cómo fue víctima de una campaña de desprestigio que usó inteligencia artificial para fabricar y difundir imágenes falsas.
Aunque los casos son distintos, el mensaje es el mismo: la violencia se minimiza y las mujeres aprenden a callar para que no las señalen.
Renata nunca denunció. Su madre la apoyó, pero le advirtió que el proceso sería “desgastante e incómodo”. Camila tampoco. “Sabía que no iban a hacer nada”, dice. Ambas encontraron consuelo en lo mismo: la amistad, la familia, el tiempo.
Renata ahora dice que lo más importante es hablar: “No te calles. Coméntalo con alguien de confianza y no te sientas culpable ni sientas que estás exagerando.” Camila, por su parte, aprendió a mirar distinto: “No te dejes llevar por lo que te dicen. Habla peor de quien no tiene nada mejor que hacer que escribirte.”
El acoso no empieza en una pantalla ni termina en ella. Se gesta en los pasillos, en la indiferencia, en el silencio que se hace costumbre. Hoy, Renata y Camila saben que el acoso no desaparece bloqueando una cuenta ni cambiando de escuela.
La violencia digital se alimenta del silencio, y quedarse callada deja cicatrices. El desafío más grande fue aprender a no temerle a la pantalla y, con ello, recuperar algo de control sobre sus vidas.
HCM