Ciencia y Salud
  • La obsesión de recordar. Los Altos de Jalisco: lucha de la ciencia contra el olvido

  • Entre creencias de sucesos sobrenaturales y el silencio, pacientes trabajan junto a médicos para llevar la información comprobada a las familias afectadas por este mal
El caso de Andrés Martín es clave para investigar la mutación Jalisco (Cortesía)

—¿Qué te había dicho la vez pasada? Andrés Martín no pregunta por cortesía. Pregunta por miedo. Cada conversación es una prueba. Cada silencio, una amenaza.

Tiene 38 años. Olvidar una fecha, un plan, un detalle, debería ser irrelevante. Pero para él, recordar se ha convertido en una obsesión. MILENIO habló con Andrés, quien porta una mutación genética que despierta, entre los 30 y los 40 años, una de las formas más crueles del Alzheimer: la que llega cuando la vida aún está en plena marcha. Cuando sus hijas son pequeñas. Cuando el futuro –pilotear aviones para la marina de Estados Unidos– parecía intacto.

Andrés se aferra a la lucidez como a un salvavidas. Confía en la ciencia, participa en protocolos, se somete a estudios, explora incluso proyectos experimentales. No por fe ciega, sino porque sabe algo que casi nadie quiere saber: que el olvido no siempre llega en la vejez. A veces, se hereda.

Con el diagnóstico en la mano, descendió de sus misiones como marine y se subió a la más importante de su vida: desafiar a una mutación que, según la ciencia, tiene 100 por ciento de probabilidad de convertirse en Alzheimer en un plazo máximo de siete años para él.

Pero esta historia no comienza con Andrés. Comienza mucho antes. Hace casi tres siglos. En una región donde la memoria empezó a desaparecer antes de que la ciencia supiera cómo nombrarla.


I. El rumor (1730)

En los Altos de Jalisco hubo una palabra prohibida. No era Alzheimer. Era una maldición.

Desde el siglo XVIII, en comunidades aisladas por la geografía y las costumbres, comenzó a repetirse una certeza íntima y perturbadora: algo estaba fallando en la memoria de las familias. Hombres y mujeres que, antes de cumplir 50 años, olvidaban nombres, caminos, rezos. Madres que dejaban de reconocer a sus hijos. Padres que se perdían en sus propias tierras.

La explicación fue moral antes que médica. Se habló de castigos divinos, de matrimonios entre parientes, de una sangre que no se había mezclado lo suficiente. De un pecado heredado.

El mismo miedo que atormentó a Úrsula Iguarán y José Arcadio Buendía en Cien años de soledad —el temor de que su descendencia pagara un precio por haberse casado entre primos— persiguió también a los habitantes de los Altos. Durante al menos doce generaciones, aisladas por la tierra y por la tradición, se creyó que habían sido condenados a olvidar rostros, nombres y caminos conocidos.

Posiblemente, esos diagnósticos dispersos —documentados desde 1730— sean los primeros rastros del Alzheimer en los Altos de Jalisco. En los expedientes del hospital psiquiátrico La Castañeda, en la Ciudad de México, aparece por primera vez la palabra Alzheimer hasta la década de 1950, casi tres siglos después.

Hoy, alteños como Amelia Andrade, bióloga de 29 años y estudiante de maestría en Biosistemática en la Universidad de Guadalajara, se dedican a desenterrar ese pasado.

“Hace veinte años mi abuela padeció Alzheimer y nunca fue diagnosticado como tal”, cuenta Amelia a MILENIO. “A los doctores les parecía inverosímil que alguien en sus cuarenta tuviera demencia. Decían que eso sólo le pasaba a los viejos”.

En el acta de defunción de su abuela, la causa de muerte fue omitida. El médico escribió apenas: “murió por gripe”. Si fue una gripe, piensa Amelia, fue la que llegó después: una neumonía contraída en su última hospitalización. Lo que no se escribió fue toda la verdad.

II. El primer rostro (1999–2005)

En 1999, a miles de kilómetros de Jalisco, una mujer llegó sola y angustiada a un consultorio de la Universidad de California en Los Ángeles. Tenía 40 años. Había empezado a olvidar.

El neurólogo John Ringman escuchó con atención clínica, pero algo lo inquietó más allá de los síntomas: a su madre le había ocurrido lo mismo. Demasiado joven. Demasiado parecido.

El diagnóstico fue inusual y devastador: Alzheimer hereditario de inicio temprano.

Seis meses después, llegó otra familia mexicana. Distinto apellido. Misma región: los Altos de Jalisco. Misma mutación genética: A431E, en el gen PSEN1.

“No podía ser coincidencia”.

Ringman reconoció un patrón que lo remitió a otro punto del mapa: Antioquia, Colombia, donde desde la década de 1980 se habían documentado más de seis mil personas y mil quinientas familias con Alzheimer hereditario. Allí, la enfermedad también había sido atribuida durante décadas a una maldición: la maldición paisa, explicada como brujería.

Ringman contactó al neurólogo Francisco Lopera (+), de la Universidad de Antioquia, a quien conocía de congresos sobre Alzheimer. Lopera le habló de casos aislados en Finlandia y Alemania, pero sobre todo le contó algo decisivo: que las familias colombianas habían dejado atrás el miedo y habían apostado por la ciencia.

Mientras tanto, en el año 2000, en Guadalajara, nadie imaginó que una mujer de 35 años pudiera olvidar cómo caminar. Mucho menos cómo hablar. Pero Victoria lo hizo.

En apenas cuatro años, una sombra silenciosa devoró su memoria, su lenguaje, su identidad. Sus piernas se volvieron rígidas. Su mirada se perdió.

Cuando llegó al Centro Médico Nacional de Occidente del IMSS, los médicos la clasificaron como un “caso atípico”. Demasiado joven para Alzheimer.

El neurólogo Miguel Ángel Macías Islas, entonces responsable de la clínica de Alzheimer en el occidente del país, estaba acostumbrado a pacientes mayores de 60 años. Victoria rompía todas las reglas. A los 35 ya no hablaba. Mostraba agresividad, desinhibición, pérdida total de coordinación. El deterioro había comenzado a los 31.

La autopsia cerebral reveló lo que el prejuicio había negado: depósitos masivos de amiloide, pérdida neuronal acelerada. Victoria se convirtió en el caso cero del Alzheimer hereditario en México. La mutación tenía nombre. Y tenía origen.

III. El efecto fundador (2005–2015)

La ciencia comenzó a unir los puntos que el silencio había separado.

Victoria provenía de Tepatitlán, el corazón de los Altos de Jalisco. Lo mismo que otros pacientes atendidos por John Ringman en Estados Unidos.

Ahí entendimos que había familiares directos de Victoria viviendo en Estados Unidos”, recuerda el neurólogo Miguel Ángel Macías. Ese cruce de historias —una misma región, distintos países, un mismo patrón— selló la colaboración entre ambos investigadores.

En 2005, el hallazgo quedó por escrito. Ringman y Macías publicaron su primer artículo científico: El efecto fundador. Ahí quedó nombrada la mutación A431E. Desde entonces, también tendría un apellido: la mutación Jalisco.

El origen del olvido, por fin, tenía rostro.

El patrón era devastador:

— Inicio de síntomas entre los 30 y los 40 años

— Probabilidad de herencia del 50%

— Deterioro rápido e irreversible

Los Altos de Jalisco se sumaban así a la radiografía mundial del Alzheimer hereditario, junto a Antioquia, Colombia, como uno de los focos más importantes documentados.

Una enfermedad que aparece alrededor de los 40 años.
Una enfermedad que aparece alrededor de los 40 años. (Foto: especial)

El origen estaba en Tepatitlán. Una región profundamente católica y conservadora, donde durante siglos las familias vivieron en comunidades cerradas. Según Macías, esa endogamia —producto del aislamiento y de linajes que descienden de judíos sefardíes conversos llegados en la época colonial— no sólo preservó ojos claros y piel blanca, sino también mutaciones genéticas que permanecieron ocultas durante generaciones… hasta ahora.

Pero mientras en Colombia las familias van un paso adelante y se organizaron alrededor del conocimiento científico desde hace casi cuatro décadas, en Jalisco todavía persisten el miedo, la vergüenza y la desconfianza hacia los “doctores”.

La enfermedad siguió siendo un secreto de familia.

El investigador Víctor Sánchez, del Centro Universitario de los Altos (CUAltos) de la Universidad de Guadalajara, estima que entre 2,000 y 4,000 personas portan la mutación Jalisco. Podrían ser más. Muchas viven en Estados Unidos, adonde migraron ramas enteras de las familias afectadas sin saber que llevaban consigo una herencia invisible.

Después de los primeros hallazgos, el trabajo no se detuvo. Se multiplicó.

Sánchez se mudó a Tepatitlán, al epicentro de la mutación. Su objetivo era claro: construir una estructura médica sólida que permitiera a las familias identificar la enfermedad a tiempo. Formó un equipo interdisciplinario con genetistas, psicólogos, enfermeros y especialistas en neurociencia. Juntos comenzaron a reconstruir árboles genealógicos, canalizar pacientes, analizar casos y trazar —con la ciencia como brújula— el mapa oculto de la mutación Jalisco.

La ciencia, en este caso, no se construyó sólo en laboratorios. También se tejió en cocinas, en salas de estar, en plazas donde el Alzheimer había sido, por generaciones, un secreto que se susurraba entre rezos.

El Alzheimer hereditario no aparece de un día para otro. Se gesta en silencio durante años.

Científicos de varios países investigan la mutación Jalisco de Alzheimer
Especialistas de México colaboran con expertos internacionales para seguir investigando el Alzheimer en Los Altos de Jalisco (Cortesía)

“Una mujer que empieza a olvidar a los 40 probablemente comenzó a enfermarse a los 20”, explica la psicóloga Samantha Gutiérrez, del CUAltos.

Hoy, en Tepatitlán, investigadores del CUAltos rastrean genealogías, acompañan a familias y realizan pruebas genéticas. Ocho de cada diez aceptan hacerse el test. Sólo la mitad quiere conocer el resultado, señala el genetista Luis Becerra, quien lidera el programa de detección.

En los laboratorios del CIATEJ —Centro de Investigación y Asistencia en Tecnología y Diseño del Estado de Jalisco—, “mini cerebros” replican en semanas lo que en el cuerpo humano tarda décadas, explica el científico Alejandro Canales. En los consultorios, psicólogos sostienen a cuidadoras exhaustas —casi siempre mujeres— que cargan con una doble condena: cuidar y callar.

La ciencia avanza. Lenta. A contrarreloj.

En Tepatitlán, la palabra Alzheimer aún se susurra. Se teme. Se esconde.

“¿Quién querría casarse con alguien cuya historia familiar incluye una demencia a los 30 años?”, se preguntan algunos.

El estigma y la mutación aún se heredan.

IV. La ciencia entra al territorio (2015–2020)

Cuando Ringman regresó a Jalisco en 2015, no fue recibido como salvador, sino con recelo. Antes también habían llegado charlatanes prometiendo curas milagros.

Fue entonces cuando apareció Esmeralda Matute, neuropsicóloga de la Universidad de Guadalajara. Convocada por el neurólogo colombiano Francisco Lopera, entendió que el reto no era sólo científico: era cultural. Había que hablar de la maldición.

Reuniones comunitarias. Encuestas. Charlas en lenguaje sencillo. Escuchar antes de explicar. Así supo que muchos pobladores seguían creyendo que la enfermedad era un castigo divino. Otros hablaban de sustos o brujería.

Siguen la invetsigación por la mutación Jalisco de alzhéimer
La colaboración internacional entre científicos ha sido clave para abordar la mutación Jalisco (Cortesía)

“Lo primero que les decimos es: no carguen culpas que no les pertenecen”, repite Matute.

La ciencia comenzó a ofrecer algo más que diagnósticos: una cura social.

V. Vivir sabiendo (2017–hoy)

En 2017, en el laboratorio de Los Ángeles de John Rigman, Andrés Martín, exmarine, recibió su diagnóstico genético: portador de la mutación Jalisco.

No fue una sorpresa. Fue una confirmación.

Su padre había muerto a los 52 años tras un deterioro inexplicable. Su abuelo también. El Alzheimer no era una amenaza futura: era una herencia activa.

Andrés pilotó helicópteros desde portaaviones, cruzó océanos y vivió en Hawái. Y entonces, cuando volaba más alto que nunca, el Alzheimer lo obligó a aterrizar. Decidió no callar.

Se retiró de la aviación. Regresó a México. Conectó científicos, pacientes y familias. Fundó redes. Dio charlas donde antes sólo había rezos.

Con el diagnóstico en mano, entendió que su vida ya no giraría en torno al cielo ni a las hélices de una aeronave, sino al tiempo. Ese tiempo que ahora avanzaba en reversa, marcado por un reloj biológico que podría apagarse en cualquier momento, como ocurrió con su padre… y también con su abuelo.

Porque fue el Alzheimer —y no un accidente, como siempre creyó— lo que llevó a su abuelo paterno a la muerte. El diagnóstico le reveló esa otra verdad enterrada durante décadas en el silencio familiar.

La energía que antes dedicaba a los controles de una aeronave, ahora se dirige por completo a su hija de ocho años y a su bebé de un año.

Su eje cotidiano es dormir bien. Comer mejor. Bajar el estrés. Sembrar. Criar. Amar.

Su vida se rige por una disciplina estricta: medicación puntual, vegetales orgánicos que él mismo cultiva, terapias desarrolladas para veteranos de guerra con daño neuronal por explosiones —un trauma cerebral que, en muchos casos, se asemeja al provocado por el Alzheimer— y, sobre todo, una mentalidad enfocada en el presente.

“Tenemos un chiste entre los pacientes de Alzheimer: siempre se me olvida todo lo malo de ayer… y cada día despierto alegre, cien por ciento enfocado en vivir”.

Conectado con la red de Alzheimer de herencia dominante (DIAN), Andrés se convirtió en una pieza clave del estudio en la Universidad de Washington, en St. Louis. Su base de los estudios está en la sede de San Diego, recibe medicamentos, uno aprobado por la FDA, otro experimental que intentan ralentizar la aparición de los síntomas.

El tiempo, para alguien con una mutación genética degenerativa, no se mide igual. “Un año para mí no es como para ti”, explica. “Las decisiones tienen que ser ahora”.

Volar ya no es lo más alto que ha llegado. Lo más alto ha sido tomar control de su tiempo, de su energía, de su historia. La ciencia aún no le ofrece una cura, pero su entrenamiento como piloto y exmarine lo ha dotado de algo igual de vital: temple. Espíritu de lucha. La capacidad de sostenerse incluso cuando todas las condiciones están en contra.

VI. El futuro en disputa

Hoy se estima que entre 2,000 y 4,000 personas portan la mutación Jalisco. Tal vez más. Muchas viven en Estados Unidos. Otras siguen sin saberlo.

Hay medicamentos experimentales. Ensayos clínicos. Dilemas éticos: selección de embriones, diagnóstico preimplantatorio, cortar la cadena genética.

Pero sobre todo, hay una decisión colectiva pendiente: seguir llamándole maldición…o nombrarla enfermedad.

Durante casi tres siglos, los Altos de Jalisco vivieron condenados a olvidar en silencio. Hoy, por primera vez, tienen la oportunidad de recordar. Recordar que no fue pecado. Que no fue castigo divino. Que la sangre no guarda culpas, sino información. La mutación Jalisco es una sentencia genética, sí. Pero también es una oportunidad única para la ciencia mundial.

Y para las familias, quizá la más urgente de todas: vivir con verdad antes de que la memoria se vaya. Cuando el olvido tiene historia, nombrarlo es el primer acto de resistencia.

SRN


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Claudia Solera
  • Claudia Solera
  • Periodista de investigaciones especiales desde hace 16 años en medios nacionales e internacionales. Premio Roche 2020 de Periodismo en Salud. Periodista por la Universidad de los Andes de Colombia.
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