EL SEXÓDROMO
Verónica Maza Bustamante
@draverotika
FB: La Doctora Verótika
Suele creerse que quienes buscan vacacionar en un lugar paradisiaco con la intención de tener sexo con personas que pidan dinero por ello son los hombres; sin embargo, también se ejerce esta actividad por parte de las mujeres, quienes tienen diferentes reglas, espacios y maneras de proceder pero, de todos modos, llegan a “comprar” un poco de “amor”.
Hace unos días vi una película que plasma esto de manera interesante, fuerte, directa y visualmente hermosa. Se trata de Paraíso: Amor, un filme del cineasta austriaco Ulrich Seidl, quien la presentó en 2012 como parte de su trilogía Paradies, que se completa con Fe y con Esperanza (se pueden conseguir en línea y en DVD). Se las recomiendo; llevaba meses sin ver una cinta que me atrapara tanto, que me generara esa sensación de “no me gusta nada pero, a la vez, me gusta mucho” (pues la narración visual es colorida, creando una atmósfera inigualable y propia de las producciones de Seidl).
La protagonista es Teresa (Margarete Tiesel), una austriaca de clase media que trabaja como cuidadora de personas con discapacidad intelectual, vive en un departamento tipo interés social, tiene una hija adolescente instalada en la indiferencia y la ausencia. De este entorno sale para trasladarse a Kenia, África, donde llega con el interés de descansar y ver si puede encontrar el amor, pues no le ha ido bien con sus parejas.
Instalada en un hotel de medio pelo, comienza sin querer un tour de force: del otro lado de una cadena que divide el hotel de la playa, decenas de hombres jóvenes, con piel de ébano y cuerpos musculosos, están esperando a que las mujeres crucen para ofrecerles desde collares y pulseras hasta recorridos o, veladamente, su acompañamiento. Teresa comienza negándose, pero la tentación es demasiado grande, más cuando otra austriaca que ha estado en Kenia varias veces le cuenta todo lo que su “novio” africano le hace, anécdotas que contrastan con las explicadas en esa secuencia sin desperdicio en donde cuatro mujeres maduras y obesas, tiradas en camastros, hablan sin piedad sobre sus carnes caídas, su edad, lo que el mundo espera de las mujeres y cómo las han tratado sus galanes.
Una tarde, Teresa conoce a Munga (Peter Kuzungo), quien le asegura que es soltero y no busca prostituirse sino cuidarla. Ella, cincuentona entrada en carnes que cree que jamás volverá a enamorarse, decide seguirlo. Con él fuma mariguana, ríe mucho, va de bares, baila y termina enseñándole al dispuesto jovenazo de qué manera quiere que la seduzca.
Hasta ese momento la película parece ser una historia clásica de amor, pero justo cuando ella termina de aflojar desde el cuerpo hasta el entendimiento frente a Munga (no sin un afán de superioridad al enseñarle cómo se acaricia en el mundo “civilizado” del que proviene), él comienza a llevarla con su “hermana”, a una escuela, con su padre… y resulta que todos necesitan dinero. Sin reparo, le pide a la rubia mujer que regale billete tras billete. Ella, entre la conmiseración, la obediencia y el deseo, va pagando cosas hasta que se queda sin efectivo. Entonces, el romántico africano se vuelve indiferente, grosero, desaparece del mapa. La mujer está desesperada: lo busca en el barrio donde vive, en el bar, con las personas a las que dio dinero, negándose a creer lo que otros le dicen: está casado y tiene dos hijos; solo la usó para conseguir dinero. Teresa lo entiende hasta el día en que lo ve con su supuesta hermana, en una actitud de marido.
A partir de ese momento, los ojos de Teresa se abren a la par de los del espectador: ahí no va a encontrar el amor, pero sí va a poder comprar sexo. Mientras tenga dinero, hombres atractivos estarán a su lado. Las historias de su amiga cobran sentido, y Teresa decide seguir pagando, a sabiendas, ahora sí, de que lo hace por un rato de efímero placer.
El discurso se vuelve directo, duro: los negros son objeto de fascinación y de burla en la misma medida para las mujeres que los buscan. Ellas, provenientes de un entorno radicalmente diferente, aprenden rápido el poder que implica la solvencia económica. El mercantilismo de la carne existe, pero suavizado debido a que son hombres adultos quienes venden caro su “amor” y, por ello, parece menos peor que el turismo sexual donde ellas son las que cobran.
Los africanos se vuelven objetos: uno de ellos se niega a darle sexo oral a Teresa y es echado de su habitación de la peor manera. La protagonista, con un gran vacío existencial al no encontrar lo que busca y sin lograr hablar por teléfono con su hija, celebra su cumpleaños con varias connacionales en su cuarto, a donde llevan a un joven con pene de gran tamaño que no logra tener una erección. Debido a ello lo hacen su juguete, mostrando sus deseos sin pudor pero también sus peores sentimientos de supremacía.
Ulrich Seidl no enjuicia ni desacredita a sus personajes. El espectador puede sacar sus propias conclusiones y ver la historia como una mera anécdota que devela un lado oscuro de las mujeres o entender en Paraíso: amor, una gran lista de comportamientos del ser humano relacionados con su banalidad, su forma de afrontar el destino, su egoísmo, su soledad, su pobreza —emocional y monetaria—, su incapacidad para afrontar el mundo con sus complejidades. Sí, también ellas compran sexo y, aunque parezca un hecho consensuado por simples cuestiones de género, lo que deja pensando horas después de que terminó la cinta, son los motivos que hacen que exista esa posibilidad.
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CONTAMINACIÓN AMBIENTAL Y SEXO
El ambiente contaminado en el que vivimos en varias ciudades del mundo afecta nuestro desarrollo sexual. En el portal Viveplena.com explican que el smog libera considerables cantidades de moléculas químicas “muy parecidas estructuralmente a los estrógenos, que son las hormonas femeninas por excelencia. Un ejemplo de ello son los bifenoles A, constituyentes comunes de muchos productos, desde gafas de sol y discos compactos hasta envases de agua y alimentos. Estas moléculas han sido asociadas a la esterilidad en mujeres, y normalmente se acumulan en el agua y en alimentos en cuya elaboración interviene éste, incluso en peces criados en lugares de gran contaminación, lo que explicaría muchos de los casos de hermafroditismo producidos en los últimos años en zonas que sufren graves problemas de polución”, pues según un estudio realizado en los lagos remotos de los Pirineos y de los Tatras, en Eslovaquia, los peces machos presentes en las masas de agua “cambian de sexo” debido a agentes contaminantes que viajan por el aire, llevándolos a presentar características femeninas.
Además, la pésima calidad del aire en un entorno contaminado puede interferir también en la llegada precoz de la pubertad, sobre todo en las niñas. Si ya teníamos bastante con la carne llena de hormonas, ahora resulta que —según una investigación de la Universidad de Pisa, en Italia— en el ambiente con partículas contaminantes hay micoestrógenos de zaeralenona, compuestos sintetizados por la especie de hongos Fusarium similares a los agentes de crecimiento de nuestro cuerpo, mismos que podrían acelerar la maduración de los órganos sexuales a edades muy tempranas.
Una razón más para analizar cómo podemos modificar nuestros hábitos contaminantes.