Cada día resulta más difícil concentrarse en cualquier actividad. Lo que solía llamarse atención indivisa es casi una proeza en los anchos dominios del multitasking. Parecería que las distracciones nos aguardan formadas en una fila cuyo fin no podremos vislumbrar antes de que nos pongan la indeseable pijama de madera. Difícilmente pasan cinco minutos sin que nos pesque algún nuevo pendiente, cual si en vez de encargarse de su vida tuviese uno que atender mañana, tarde y noche una ventanilla pública.
¿Qué pasa, sin embargo, cuando al fin conseguimos aislarnos de la mal llamada civilización y cortamos de tajo las distracciones? Pasa que la cabeza no deja de girar en torno a otros asuntos, casi nunca vitales pero siempre inquietantes a su histérico juicio. En otro tiempo usaba los audífonos para entrar en contacto íntimo con la música; hoy lo hago en busca de concentración, pretendiendo fugarme del entorno. Lo cual funciona sólo a ratos y a medias, puesto que mi cabeza se ha habituado a arrancarme de cualquier reflexión profunda o prolongada, como quien saca a un hijo de la cantina. No vayamos más lejos, ahora mismo estas líneas se disputan mi esmero con un rompecabezas virtual cuyas 600 piezas me han tenido pasmado a lo largo de toda la semana. “Ven tantito”, me susurra al oído en este instante, “nomás cinco minutos y vuelves a tu chamba”.
“Es mi terapia”, aduzco, cuando me preguntan. En un mundo repleto de broncas insolubles, hacer frente a algún reto que sólo tiene una posible solución brinda una leve dosis de tranquilidad a quienes comúnmente lidiamos con problemas que pueden resolverse de mil maneras, como sería el caso de esta columna: estoy a unos renglones de la mitad y sigo sin saber en qué terminará. De esa tensión, me digo, se deriva la fuerza que podrían tener estas palabras. ¿Quién querría asistir a una justa deportiva cuyo final conoce de antemano? ¿Qué hay más electrizante que la incertidumbre? Y sin embargo me ocurre a menudo que pierdo la atención incluso a la mitad de los partidos más electrizantes, y dudo ser el único al que esto le sucede últimamente. Cuando nuestro interés encuentra la manera de estar en todas partes, lo más probable es que no esté en ninguna.
Competimos con demasiados estímulos para dar ya por hecha la atención de quien sea. ¿Pero cómo quejarse, cuando es uno cliente de esos mismos ladrones y cada día les abre las puertas? Parafraseando a Bertram Tupra —el implacable personaje de Javier Marías para quien la piedad jamás es una opción— no parece un exceso deducir que tal es por ahora el estilo del mundo. Para estar a la altura de estos tiempos, es preciso dejarse configurar el coco de manera que eluda automáticamente las profundidades, ya sea por pereza o por falta de tiempo. O porque el nuevo tiempo se halla en tal medida compartimentado que toca hacerlo todo a pedacitos. Somos rehenes del instante presente, tanto así que la idea de escapársele supone caer en manos de una ansiedad vecina del desamparo. “¿Dónde dejé el teléfono?”, gruñe uno de la nada, y es como si el planeta hubiera detenido su rotación.
No debería extrañar el creciente proceso de desafección que en estos tiempos raros sufre la democracia. En plena tiranía de la conveniencia, son legión quienes miran preferible que no exista más que un desenlace posible, y así el esfuerzo de emitir su voto equivalga a poner en su lugar los diversos fragmentos de un rompecabezas cuya resolución ha sido decidida de antemano. ¿Pero no es eso mismo lo que “querría” un autómata, si su opinión fuese solicitada?
A menudo me temo que el estilo del mundo consiste en apretar cada día las tuercas de nuestros mecanismos inconscientes, de modo que cada uno de nosotros se signifique lo menos posible, evite la monserga del monólogo interno y no defienda más que su parcela de comodidad. Sonaría a ciencia ficción, si no ocurriera todo aquí y ahora. Con su permiso, entonces, me largo a terminar ese rompecabezas.