
Aquel domingo viajamos a Río Frío con la única misión de cargar gasolina en nuestra camioneta. Aún recuerdo la fecha: 13 de enero de 2019. Eran días de escasez y desconcierto, por lo que entonces se dijo era una “estrategia” para frenar el tráfico de combustible robado. Si pretendía uno llenar el tanque en alguna gasolinera de la Ciudad de México, tenía que hacer varias horas de fila. No sé si en realidad nos convino ir tan lejos, pero al menos sirvió como paseo. Tres raudos meses después, ya el gobierno festejaba la “desaparición” del huachicol en México.
No imaginábamos por aquellos días la envergadura del acto de magia que aquello involucraba. Había, hoy lo sabemos, muchos millones de litros y legiones de cómplices involucrados en el negociazo. Nada que fuera fácil de esconder, si bien ya por entonces era costumbre que el poder hablara de estas cosas como quien sienta a un niño en sus rodillas para hacerle creer que el lobo chocarrero de sus pesadillas se ha esfumado para nunca volver. ¿Pero qué pasa si el hermano mayor insiste en asustar al niño con el lobo? Pasa que lo regañan, “por mentiroso”. Algo así sucedió cuando más de un escéptico puso en tela de juicio la palabra del mandatario ilusionista. Los mentirosos éramos nosotros.
A seis años de haberse evaporado por decreto, resulta que el negocio subrepticio no solamente existe, y en realidad florece, sino que es tan extenso como nuestra república, y por supuesto no hay una capa mágica que sea suficiente para disimularlo. Cada año, desde su misteriosa desaparición, el huachicol ha costado al erario poco menos de diez mil millones de dólares. Traducido en trinquetes y componendas, esto supone la participación de tanta gente a lo largo del territorio nacional que cabe preguntarse si el total de las cárceles alcanzaría para darles posada.
¿Cómo es que semejante pestilencia se mantuvo en secreto por seis años? ¿Qué clase de sigilo medieval habría sido preciso para ser compartido por miles de personas, no necesariamente todas beneficiarias de la inmensa estafa? He ahí el secreto de esta clase de magia que sólo necesita una declaración para llevarse el aplauso del público. No es la varita mágica, sino el puro poder de quien la empuña, lo que hace incuestionable la mentira.
Hoy sabemos que el timo del huachicol involucra ya miles de millones de litros clandestinos, ciertamente difíciles de ocultar, ya no digamos transportar y exportar. ¿Nadie, entre tantos funcionarios habituados a cacarear su autoridad moral, pudo olisquear, así fuera de lejos, el rastro de toda esa podredumbre? ¿Cómo le habrá caído a los huachicoleros y sus secuaces la insólita noticia de que sus diarios crímenes se habían simplemente evaporado? ¿Cuántos chanchullos han podido crecer al amparo de tanta inconsecuencia y qué réditos dieron al poder? ¿Hace falta ser mago para hacerse una idea?
Un millón de litros de combustible pesa mil toneladas de por sí. Imposible guardarlos y moverlos sin contar de antemano con la ceguera oficiosa de funcionarios y autoridades de todos los niveles. Imposible, también, silenciar tantas bocas sin valerse del mismo modus operandi que distingue al crimen organizado. ¿Y existe acaso crimen mejor organizado que aquel en el que participan las autoridades, con la coartada fácil de que ya no existe?
Para quienes la ejercen, la magia no consiste en desaparecer las cosas, sino en hallar la forma de enmascararlas. ¿Cómo hacer nebulosa la diaria operación de toda una refinería pirata? ¿En dónde esconderíamos los 129 carrotanques que en días recientes fueron hallados en Coahuila, con más de 15 millones de litros de combustible chueco? ¿Qué puede hacerse para difuminar el olor a podrido que emana sin cesar de esos negocios claramente turbios? Son las mismas preguntas que se hace un niño delante de un mago, hasta que un día descubre que magia y fraude son la misma cosa. “Dame más gasolina”, decía la canción.