Sociedad

Un día más contra la homofobia

La cosa es que resulta sencillo pensar, sobre todo cuando no se conoce algo distinto, que lo que hace, dice o piensa nuestro grupo es lo que todos hacen o deberían hacer” escribe Luis Muñoz Olivera en La fragilidad del campamento: un ensayo sobre el papel de la tolerancia, editado por Almadía en 2013. Más adelante, Muñoz remata: “Quien tiene un prejuicio contra una forma de ser o de actuar y desde su prejuicio se dice tolerante, está profundamente equivocado… eso no es tolerar, más bien es una forma de discriminación que se refrena”.

Pinche Luis. Con razón su libro no entra en los círculos de lectura donde suena Lady Gaga de fondo. Dice justo lo contrario de lo que queremos escuchar los jotos. Incluyéndome, cuando quiero acabar con la injusticia homofóbica pretendiendo que todos deberían escuchar a los Dead Kennedys o partirle su madre a la homofobia. Aunque debo confesar con cierto pesar, que la ira con la que a muchos de homofóbicos les canté un tiro y a los otros con los que me les fui a puñetazos, provino de mis resentimientos de puto promedio y no necesariamente un acto de justicia por la igualdad o cualquiera de esas consignas cursis. Por eso jamás podría definirme como activista. Aun así, basta ver a los homosexuales y homosexuales activistas exigir tolerancia mientras exhiben, orgullosos, sus prejuicios sobre los hinchas de cualquier equipo de soccer. O los tan comunes prejuicios que suelen vincular la homofobia con asuntos de clase. Alguien puso en Twitter que durante la educación secundaria, su familia decidió castigar una travesura suya sacándolo del colegio privado e inscribirlo en una escuela federal. Dijo entonces que el bullying que sufrió en la Secu Oficial Número ciento veintitantos se sentía infinitamente peor que los chingadazos en las manos con una pesada regla que le propinaban las monjas de su añorado colegio, básicamente por las mismas razones: ser un muchacho afeminado. Rezaba por el día en que pudiera volver a los castigos de las monjas, de algún modo justificados por la fantasía de seguridad que supuestamente otorga la educación privada. Muchos tuits de respuesta apoyaron el resentimiento de sus recuerdos. Al menos él tenía la oportunidad de volver al colegio. Otros recordaron que la homofobia escolar se prolongó lo que duró la educación pública, pero utilizaron aquella traumática experiencia para superarse y ser homosexuales de bien, con un buen sueldo, un carro y una pareja estable. Sé que mi intransigencia chapotea en el pantano de las generalizaciones.

Me constan los impactos positivos de una fracción del marketing sobre los almanaques contra la homofobia y las legítimas convicciones de quienes lo hacen posible. Omitiré los nombres para no incendiar las pasarelas activistas. Pero citando a Luis en La fragilidad del campamento: “Tolerar tiene que ver más con mirarse al espejo críticamente antes de mirar a los demás”, pienso en cómo durante los últimos años, la ofensiva contra la homofobia se ha estancado en una especie de narcisismo colectivo: cruzadas que se limiten a pláticas de celebridades que suelen caminar en círculos, más un catálogo de fotografías que si no fuera por los colores del arcoíris, pensaría que se trata de la campaña de una pasta de dientes incluyente.

Por eso La fragilidad del campamento es un libro necesario. Porque me putea con mis propios prejuicios. Por ejemplo, cuando en mis momentos de desesperación llego a pensar que la familia homoparental (que no es otra cosa que la familia tradicional, pero reemplazando a bugas por gays asexuados) es el caballo de Troya en los movimientos Lgbttti que pretende enseñarnos en la virtud de la autovergüenza. Por eso las luchas contra la homofobia dejan de lado cualquier arma sexual y se amparan en discursos de inspiración conservadora. Los movimientos Lgbttti son quienes mejor han entendido las ventajas de alienarse al orden social diseñado por bugas. Casi no hablan de la homofobia alrededor de los espacios donde la homosexualidad se siembra en su sudor más primitivo. Homofobia también son todos esos vecinos que quieren cerrar saunas y sexclubs con argumentos improcedentes porque los desquicia saber que hay rompes onanistas desafiando las leyes de la vida. Resulta más fácil exigir tolerancia sin sonrojar los cachetes de los bugas, homofóbicos o no.

Sigo sin explicarme como es que La fragilidad del campamento no se ha convertido en un libro imprescindible en los discursos contra la homofobia, ni que Luis Muñoz Oliveira sea entrevistado por los medios especializados en la diversidad sexual o participante en los dichosos conversatorios que tanto pululan alrededor de los 17 de mayo, el Día Internacional de la Lucha contra la Homofobia. ¿Será porque el autor no despliega la tolerancia desde la autoindulgencia ni la utopía tan inspirada como cualquier tarjeta de felicitación del Sanborns? o ¿porque no es vocero de partidos políticos o embajador de marcas aliadas al arcoíris? ¿Por qué es un hombre cis y, para colmo, hetero? ¿Y solo los jotos podemos hablar de homofobia porque no conocemos algo distinto? 


Twitter: @distorsiongay

stereowences@hotmail.com

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Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
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