Sociedad

La primera marcha del orgullo del resto de nuestras vidas

Hace un par de lunes conocí a un grupo de amigos mexicanos que visitaba San Francisco por primera vez. Los reconocí por su acento de chilango fresa, aunque uno era de Monterrey. Y sus libidinosos impulsos de probar que su inglés era más fluido que los habitantes de aquí. Bebían cocteles de color púrpura en el Last Call, un bar sobre la calle 18, a dos cuadras de Castro, en el corazón del barrio gay donde surgieron las primeras luchas por los derechos de los homosexuales con Harvey Milk como el primer homosexual en busca de un cargo político.

El Last Call es un bar de la vieja guardia. Hace unos lustros solía ser el Men’s Room. Un refugio para alcohólicos altamente sexuales recubierto de madera y compuesto de tan solo un estrecho pasillo en donde la barra se levanta del lado izquierdo con sus respectivos banquillos frente a un largo taburete que otrora funcionaba como soporte para las nalgas al momento de tener sexo oral atravesado por una rockola de discos compactos.

La rockola es la mitad del éxito del bar con su ecléctico catálogo de discos compactos que que va desde Madonna hasta los Buzzcocks y los Dead Kennedys. Lo fue cuando era el Men’s Room y lo es ahora que el Last Call vive una especie de resurrección motivada por esa necesidad hípster de voltear al pasado ante el agotamiento creativo del futuro, como dice Simon Reynolds en su libro “Retromanía”. Hasta hace no hace mucho era un bar inadvertido. Siempre encontrabas un lugar donde sentarte y podías leer frente a una copa de Martini con cierta calma. Creo algún influencer lo puso de moda y hoy todos quieren tomarse una foto en sus instalaciones. Se atasca de bebedores casuales hasta los lunes por la noche. Como el día que conocí a los mexicanos. Tenían poco de haber aterrizado. Apenas dejaron las maletas en el Hotel Castro, cuyas habitaciones rondan los 200 dólares por noche se lanzaron a la conquista del barrio gay más icónico del mundo. El Last Call era su tercer bar del día. Me reconocieron por la cachucha de los Giants de San Francisco con la bandera de México impresa en la parte inferior de la visera. Llegaron en lunes para exprimir la semana hasta el domingo 29 de junio cuando se llevaría a cabo la marcha del orgullo, sobre la calle de Market.

Supe desde un principio que veníamos de mundos abismalmente opuestos. Mi vejez colisionaba con su entusiasmo propio de los veinteañeros hambrientos de comerse al mundo. Y sus hombres. Me quedé con ellos como una estrategia para quedarme con sus asientos cuando decidieran largarse.

Les pregunté qué les parecían sus primeras horas en San Francisco. Su respuesta fue algo más o menos así:

Los hombres muy bien. Puro cuero (esto lo dijo el regiomontano), pero qué pedo, no hay tiendas para comprar algo y hay mucho loco suelto.

Por momentos dudaban de si habrían tomado la decisión correcta. La otra opción para celebrar el pride era Miami. A pesar de estar en USA, en San Francisco, no se sentían del todo seguros. Los sin-techo durmiendo en la calle los atemorizaba de algún modo.

San Francisco sigue fiel a su espíritu contracultural. Lo que me gusta de vivir aquí es el desafío de su atractivo turístico con ilusión óptica. Detrás del glamour arquitectónico como el puente del Golden Gate habita una ciudad distópica que no logra volver a la cordura tras el encierro por la pandemia de covid-19. Su centro histórico o downtown es un laberinto de locales vacíos, sin grandes almacenes. Saks Fifth Avenue cerró sus puertas poco antes que los mexicanos del Last Call llegaran. Aquí, por cada arcoíris hay un indigente apestando a orines y mierda seca que recuerda la terrible inequidad económica que afecta a esta ciudad. Provocada en buena medida por los corporativos tecnológicos de Silicon Valley y su trabajos con prestaciones de confort que tienen a sus empleados esclavos de su productividad. Elevando la vulgar ambición y el costo de vida a extremos inhumanos. Los ciudadanos lo saben y lo confrontan en la medida de sus posibilidades.

No obstante la paranoia por la seguridad es lo que ha llevado a que la derecha escale en puestos de poder de forma auténticamente democrática no solo en USA. En muchas ciudades de occidente, la forma en que se radicaliza y pisotea todo lo que percibe como amenaza (que es todo lo diferente) frente a nuestros ojos y la aprobación de muchos que temen perder su espejismo de estabilidad es alarmante.

Aunque en países hiperorganizados como el imaginario de seguridad siempre ha estado presente. Prueba de ello es la misma marcha del orgullo en San Francisco. Donde los asistentes deben separarse estrictamente entre quienes marchan propiamente y los espectadores. Si se quiere marchar hay que adscribirse a un contingente previo registro. Estos grupos son divididos por vallas metálicas al borde de las banquetas de la calle Market, la avenida principal de San Francisco. Estructura que recrea la lógica de un desfile más que una marcha colectiva de protesta, lo que facilita un escaparate por el que se han infiltrado en las marchas como vulgar medio de activación de marcas que este 2025 disminuyeron su presencia ante la coacción de la derecha radicalizada. Fue interesante ver a drag queens y hombres de la comunidad leather semidesnudos y encuerados portar carteles contra la deportación de inmigrantes sin documentos.

Volví a encontrarme al grupo de mexicanos. La organización de la marcha los decepcionó un poco. Uno de ellos dijo que los carteles de protesta contra el fascismo les parecía poco glamoroso. Otro se rindió frente a su propia sinceridad confesándome que básicamente buscaba ligar un poco. Le dije que no se decepcionara. En el festival frente al City Hall se mezclan contingentes y público y habrá más oportunidad.

Entre el pánico moral posmodernista y la ambición del corporativismo de la marcha se olvidó que el objetivo de una marcha por el orgullo de la diversidad sexual es, precisamente, su carácter sexual en diversas hipérboles.

El orgullo gay en San Francisco es hiperrealista, político y crudo como el cruising o sexo callejero en la punta de Buena Vista Park o los callejones industriales del South of Market. Prácticas que están teniendo un resurgimiento como protesta a la enajenación de las apps de encuentros. Porque nadie dijo que el orgullo y la libertad homosexual tendría que ser un perfumado pasillo de Macy’s. Aunque el consumismo salvaje nos haya lavado el cerebro con su inclusión como campaña de publicidad. La higiénica comodidad es lo que ha puesto al orgullo de la diversidad sexual en un estado de mediocridad, indefenso frente a los nuevos conservadurismos que lo que buscan es precisamente una limpieza social a partir de sus temores y prejuicios.


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Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
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